Médicos y medicamentos

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¿Con qué se curaban nuestros ancestros de hace un siglo o más? Yo digo que con nada. Estaban sanos o se morían, así de fácil. Obraba en ellos la Naturaleza, que es médica muy sabia, y solos, solitos, se curaban. O actuaba también la Naturaleza, y solos, solitos, se morían.
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Es imposible, pienso yo, que los remedios que se anunciaban en aquellas épocas sirvieran para curar algo. Esos productos sólo pueden haber sido fruto de la charlatanería. Pondré un ejemplo. En 1921 los saltillenses recurrían a un medicamento cuyas virtudes eran proclamadas en hojas volantes y en los periódicos del tiempo. Leamos:
“ALTERATIVO DE JAYNE. Purificador de la Sangre. El mejor remedio para curar la escrófula, los lamparones, los tumores blancos, las úlceras, los tumores escrofulosos o cancerosos, las afecciones mercuriales, la papera (hinchazón del cuello), las dilataciones y ulceraciones de los huesos, coyunturas, glándulas o ligamentos, o del hígado, el bazo, los riñones, etc.; todas las enfermedades cutáneas tales como la herpes, tiña, diviesos, carbuncos, granos, mal de ojos; las afecciones nerviosas, las convulsiones epilépticas, el Baile de San Vito, la hidropesía, desórdenes constitucionales y todas las enfermedades que proceden del estado imperfecto de la Sangre u otros fluidos del cuerpo; enfermedades de carácter mixto o complicado por pérdida abnormal o desnaturalizada de las secreciones usuales, o también por su retenimiento. También en no pocos casos las personas que padecen de crecimientos malignos u otras formas mórbidas alarmantes se han curado fácilmente con este alterativo...”.
Generalmente lo que sirve para mucho no sirve para nada, de modo que resulta inconcebible que esta famosa pócima de Jayne tuviese alguna eficacia verdadera. Debe haber sido como la mentirosísima mixtura que vendía el doctor Dulcamara en la ópera “El elixir de amor”, de Donizetti, elixir que servía no sólo para curar todos los males, sino también para inspirar pasión en las doncellas, que caerían rendidas de amor ante el varón que sabiamente usara aquel taumatúrgico licor.
En todos los tiempos ha habido fármacos ineficaces. Cierta señora se compró una pomada que con una sola aplicación -decía la propaganda- hacía que los callos desaparecieran. Su esposo, secretamente, había conseguido un cierto ungüento para retrasar la terminación del trance erótico, pues él solía acabarlo a los pocos segundos de iniciado. Por error se aplicó la pomada de los callos en vez de la untura retardatoria. Al darse cuenta de su error quedó espantado: temió que se le fuera a caer la correspondiente parte. No se le cayó, lo cual fue prueba palpable de la ineficacia de la tal pomada.
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Cada época tiene sus mitos en cuestión de medicina. En nuestra ciudad vivió un doctor a quien la gente llamaba “Doctor Ato”, pues sostenía que todos los males del cuerpo se podían curar con remedios cuyo nombre terminaba en -ato: los males de la cabeza con salicilato; los del pecho con benzoato; los del estómago con carbonato, y otros de más abajo -secretos y temibles-, con permanganato.
Seguramente quienes nos seguirán en el camino de la vida se reirán de algunos de los medicamentos a los que ahora les atribuimos calidad de infalibles. Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, se dice en la linda zarzuela del género chico “La verbena de la Paloma”, pero siempre se quedan atrás de sí mismas. No cabe duda: especialmente en cosas de la Medicina todo tiempo futuro habrá de ser mejor.