Los millonarios del Titán... El antagonismo entre ricos y pobres
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Memes y chistes crueles aparte, sólo la gente más resentida se cebó con la muerte de los pasajeros del malogrado minisumergible Titán, de la empresa exploradora OceanGate.
Las objeciones de acomplejado iban en el sentido de que cinco individuos pudientes estaban siendo objeto de mayor atención mediática, asistencia gubernamental y consternación internacional que las incontables víctimas de tragedias masivas como pueden ser las guerras, los grandes desplazamientos humanos y los desastres naturales.
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“¡Claro! Porque la gente pobre muere por montones y esa a nadie le importa, ¿verdad?”, decían los “reivindicadores” de las clases populares.
Pero todo es mucho más complejo que eso y tampoco es cierto que no se envíe ayuda a cualquier rincón del planeta donde llegue a hacer falta (excepto la ayuda que envió Pamela Cerdeira a los damnificados del terremoto de Turquía, esa no porque se la chingó el Gobierno de la CDMX).
Si bien aquello de que “una muerte es una tragedia, mientras que un millón de decesos apenas son una estadística” tiene algo de cierto, no quiere decir que sea un retrato justo de nuestra condición humana.
En efecto, después de cierto número no determinado de víctimas (número que no me interesa averiguar o tratar de establecer), nuestra capacidad para relacionarnos con la tragedia se ve diluida, quizás por un mero instinto natural de preservación de la cordura.
Si vemos por ejemplo a una persona ser atropellada o cayendo de un edificio, lo más probable es que nos horroricemos, pero... ¿se imagina que la desazón y la angustia por cada muerte fuese acumulativa? ¿Qué sería de nosotros tras enterarnos de cualquier tragedia multitudinaria? Simplemente perderíamos la razón. El ser humano resultaría sencillamente inoperante ante la realidad del mundo.
Ni modo. Así es esto. ¿Qué le vamos a hacer?
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De tal forma que era mucho más fácil seguir la tragedia del Titán, sentir empatía e identificarse con sus cinco víctimas, imaginando los posibles truculentos escenarios de su destino fatal, que tratar de relacionarnos con una catástrofe de mayores proporciones.
Pero el que los pobres millonarios hubiesen podido pagar por su funesta aventura un precio equivalente a lo que usted suma entre automóviles, casa, menaje y deudas por pagar (parece que los boletos de OceanGate también los vende TicketMaster), no significa que su eventual rescate hubiera sido menos deseable que el de cualquier otro ser humano.
Y mire, yo defiendo la idea de que el humor no tiene más límites que los que cada quien se imponga. Si alguien hizo un chiste sobre la tragedia del Titán, usted decidirá si el chiste fue agudo e inteligente o fue de mal gusto, o simplemente fue too soon.
Pero hacer pronunciamientos en serio sobre “¡qué bueno que hay cinco millonarios menos en el mundo!”, eso sí me parece, más que de mala entraña y enfermizo (que lo es), muy estúpido.
Hay otros necios que aseguran que la inusitada muerte que afrontaron los exploradores de las profundidades es una cachetada a la vanidad de las élites económicas que, en vez de destinar todo su dinero excedente en obras humanitarias, ambientales y sociales en beneficio de todos sus congéneres, se regalan con estos caprichos extravagantes.
Otra vez, mal razonamiento: el hecho de que se permitan este lujo no quiere decir que carezcan de espíritu altruista, de responsabilidad social o de un mínimo de madre. Lo cierto es que absolutamente todos derrochamos (en la medida de nuestras posibilidades), ya sea por indolencia o porque nos reconforta y nos da una falsa sensación de seguridad el poder gastar de más en algo que creemos merecernos. Y nuestras contadas acciones altruistas son bastante calculadas, porque pocos estarían dispuestos a comprometer su nivel de vida en aras de una causa noble por buena que fuera.
Aun así, no falta el criticón que refunfuña porque los putrillonarios exploran las profundidades del océano o se lanzan en cohetes con forma de pene hacia el espacio exterior en brevísimas misiones tan escandalosamente onerosas las unas como las otras.
No obstante, ahí donde los ve, todos privilegiados y podridos en billetes, este club de la aventura (y de la vanidad también si así lo desea) muchas veces ha sido la punta de lanza que le ha abierto la oportunidad a la perrada (y por “la perrada” quiero decir, todo el resto de nosotros).
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Pensemos en la aviación comercial, que en sus inicios estaba reservada para unos cuantos en posición de permitirse ese raro privilegio de volar y pese a que entonces era igual de riesgoso aventarse en barril por las Cataratas del Niágara. Sin embargo, sin esas primeras etapas de vuelo exclusivo (mitad aventura, mitad statement de poderío económico), no gozaríamos hoy nosotros de los vuelos económicos.
Así que tal vez, en un futuro ni tan cercano, pero tampoco tan lejano, Volaris y VivaAerobús tengan rutas a la estratósfera a precios razonables (no incluye TUA), o Expedia nos organice el crucero a las ruinas del Titanic (aunque ojalá dejemos ya ese sitio por la paz).
Pero en conclusión: Tachar a una persona como indigna de nuestra empatía o consideración humana, en razón de su privilegio económico, es tan aberrante como negarle este mismo trato a alguien porque es pobre.
El antagonismo entre ricos y pobres como único estandarte ideológico ha sido el peor pretexto bajo el cual se han perpetrado las peores revoluciones sociales de la historia, al cabo de las cuales ni se acabaron las élites ni se resarció a los pobres.
Y ondear este prejuicio como bandera política todos los días, señalar al que gana mucho, al que “gana más que el Presidente”, es sólo una estrategia para enardecer a una masa resentida y estúpida, pero electoralmente útil. Y esta bandera es doblemente hipócrita si quien la enarbola ha consentido la creación de nuevas fortunas y ha hundido el nivel de vida de los de segunda a la tercera clase en este Titanic llamado México.