Mala es la riqueza cuando es producto de la explotación laboral

Opinión
/ 19 agosto 2024

Doña Holofernes leía el periódico. Le comentó a su consorte, don Poseidón: “Figúrate: todavía hay regiones en los Himalayas donde conserva la costumbre de enterrar viva a la esposa con su marido, cuando éste muere, a fin de que lo acompañe para siempre”. “¡Qué barbaridad! −se consternó don Poseidón−. ¡Pobre hombre!”... El señor volvió de la anestesia en la cama del hospital donde lo habían operado. Le dice una enfermera: “Esté tranquilo. La operación salió muy bien. Pronto será usted dado de alta”. Un hombre que ocupaba la cama vecina le dijo al operado: “Tuvo usted suerte, amigo. A mí me operaron la semana pasada, y me dejaron adentro un bisturí. Tuvieron que operarme otra vez para sacarlo”. Otro ocupante de la habitación comentó: “A mí me fue igual: me dejaron adentro una esponja. Hubo necesidad de intervenirme nuevamente para extraerla”. En ese momento entró el cirujano que había operado al primer señor y le preguntó a la enfermera: “¿No vio dónde dejé mi sombrero?”. El señor se desmayó... Infortunada fortuna es la de aquél que la ha hecho a costa de sus semejantes. Millones de mexicanos no tienen trabajo, pero hay millones más que, teniéndolo, son objeto de explotación, y por lo tanto víctimas de reprobable injusticia social. El caso de algunos empleados de comercio es ejemplo de esa situación. Muchos de ellos están sujetos a condiciones de trabajo que la ley prohíbe expresamente. Hombres, mujeres, niños, son obligados a trabajar jornadas más largas que la establecida. No se les paga el salario mínimo. Se les niegan las prestaciones a que tienen derecho. En suma, se aprovecha su estado de necesidad para obtener una ganancia que deriva de lo que se sustrae del justo salario del trabajador. Mala la riqueza de unos cuando se finca en la pobreza de otros. Esos trabajadores ni siquiera pueden asociarse para su defensa. Es lástima que un país que tiene una buena legislación laboral deba hacerse de la vista gorda cuando se violan esas leyes y se establece un sistema que beneficia a unos pocos y perjudica a muchos... Una voluptuosa morenaza habló con el pastor de su iglesia, señor de edad madura. “Reverendo –le dijo muy apenada–. Cada vez que veo a un hombre siento deseos de hacer el amor con él tres veces seguidas”. “Ve a otra iglesia, hermana –le dijo con voz triste el pastor–. Yo ya no te las completo”... Las señoras que se juntaban cada semana a merendar intercambiaban quejas acerca de sus respectivos maridos. Todas coincidían en un punto: sus esposos eran unos casquivanos que no dejaban de perseguir muchachas. Una de las señoras, sin embargo, dijo: “Yo no tengo tal problema. Mi esposo no hace eso”. “¿De veras? –se asombran las demás–. ¿Por qué piensas que no anda detrás de otras mujeres?”. “Les diré –contestó la señora–. En primer lugar respeta mucho la institución del matrimonio. En segundo lugar tiene una sólida formación moral. Y en tercer lugar ya no funciona”... Otra señora se jactaba de las virtudes de su esposo. “Jamás me ha engañado –le comentó a una amiga–. Es absolutamente fiel”. “No te envidio –replicó la otra–. Tu marido será de alta fidelidad, pero el mío es de alta frecuencia”... Una chica americana fue a Tijuana en busca de diversión. Resbaló en el baño del hotel y se lastimó una pierna. Por teléfono llamó a un doctor, y en su imperfecto español le contó lo sucedido, y le dijo que la pierna le dolía mucho. Le preguntó el facultativo: “¿Y está cojeando?”. “¡Oh no, doctor! –exclama la muchacha–. ¡Con el dolor quién piensa en eso!”. (No le entendí)... FIN.

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