Malas palabras. Y pésimas
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Regresa el señor cura al pueblo.
Ha estado en la visita mensual que hace a los ranchos comarcanos.
En un viejo guayín tirado por una vieja mula y conducido por un ranchero viejo se encamina el señor cura a su parroquia.
Debe llegar temprano al pueblo. Lo aguarda Su Excelencia, el señor Obispo. Con él tendrá una junta en la que tratarán el asunto de las obvenciones. Cuestión muy importante es ésa, pues quien en la iglesia canta de la Iglesia yanta. Le pide al ranchero que inste a su mula a ir más aprisa.
-Vamos, animalito de Dios
–le dice el cochero a la mula con tono franciscano.
La mula parece no escuchar. Toma un pasillo lerdo. A ese paso llegarán a su destino dentro de cuatro días. Para colmo llovió mucho el día anterior, y el camino es un fangal donde resbalan los cascos de la mula y las ruedas del guayín. (Se llama así ese vehículo, “guayín”, porque los primeros que llegaron, procedentes del país del norte, tenían un letrero en la escalerilla que decía: “Way in”. Algo así como “Por aquí se sube”).
A esa divagación lingüística estaba entregado el escritor cuando –quizá por su distracción– las ruedas del guayín del cuento cayeron en un profundo hoyanco. La mula se detuvo.
-Hijo –pidió nervioso el señor cura a su rural auriga–. Anima a esta bestezuela para que siga su camino.
-Anda, mulita –volvió a suplicar el ranchero–. Por caridad de Dios, muévete ya.
El animal no movió ni las orejas.
-¿Qué le pasa? –preguntó inquieto el sacerdote.
-Lo que sucede, padre –explicó el cochero ya desesperado–, es que la mula no entiende el modo en que le vengo hablando por respeto a la persona de usted... Necesito hablarle como le hablo siempre.
-Pues háblale así, hijo –autorizó el señor cura–. Necesito llegar temprano a la parroquia.
-¿De veras da usted su permiso, padrecito? –preguntó inquieto el ranchero.
-Lo tienes, hijo mío; cuenta con mi nihil obstat. Anda; háblale a tu mula como acostumbras siempre. Lo que importa es que nos saque de este atolladero.
Entonces, ante el atónito párroco el cochero dio voz a una sarta de terribles maldiciones y blasfemias como el azorado señor cura jamás había escuchado. Con fragor de trueno prorrumpió el hombre en pesadísimas pesias y en espantosos dicterios furibundos. Hostias iban y venían; los nombres sacratísimos de Dios y de la Virgen sonaban en aquel tremebundo vocerío. Ni los moros seguramente maldijeron nunca así.
Pero dio resultado la diatriba. La mula, asustada por aquellas palabras tan palabras, hizo un segundo esfuerzo y sacó al guayín del hoyo. El señor cura, preocupado, dijo al ranchero:
-Hijo mío: has incurrido en gravísimos pecados: blasfemaste, maldijiste, tomaste el nombre de Dios
en vano... Tendré que darte ahora mismo la absolución, remedio
salutífero contra la culpa en que incurriste.
Apenado, el ranchero inclinó la cabeza, y el sacerdote pronunció la fórmula de la reconciliación:
-Ego te absolvo...
Luego siguieron el camino. Pero no habían avanzado mucho –caía ya la tarde– cuando el guayín volvió a caer en otro hoyanco. Angustiado por la tardanza que llevaba, el señor cura no lo pensó dos veces. Trazó sobre la cabeza del cochero el signo de la cruz, y díjole:
-Hijito: Ego te absolvo por
adelantado. Repite otra vez las maldiciones.