Marcelo Pérez, sacerdote tzotzil
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La exclusión, la pobreza, la violencia, la inseguridad y el desamparo en Chiapas han sido constantes durante centurias. Las élites económicas y políticas, desde lo gubernamental a lo privado, han sido y siguen siendo sordas ante esta situación. Una clase media urbana apenas se nota frente a la enorme mayoría de los excluidos y despojados, muchos de los cuales pertenecen a los pueblos y comunidades originarios. El sistema PRI amparó esta situación bajo un manto de corrupción e impunidad.
Sucesivos gobiernos federales, estatales y municipales se han gastado toneladas de dinero en Chiapas, miles de millones de pesos en programas exógenos, económicos, de desarrollo social y combate de la inseguridad. Casi todos esos empeños niegan a los pueblos su condición de sujetos y los reducen a la condición de objetos. La etiqueta PRI se fue de Chiapas, la entidad ya ha sido gobernada por todos los partidos políticos y nada parece funcionar. La fuerza y arraigo de una estructura de discriminación sustentada en un clasismo atroz, parecen inamovibles.
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En ese marco, primero la Iglesia Católica, después grupos sociales, organizaciones no gubernamentales e iglesias cristianas, han tratado de llenar el enorme vacío de atención a estas comunidades. Nada de lo que se ha hecho es perfecto, en ocasiones la fe se mezcla con la política partidista y con los intereses. No faltan quienes se aprovechen de las carencias y menudean los enfrentamientos entre proyectos, agendas y formas de hacer las cosas.
Pero también es mucho el bien que se ha logrado en la toma de conciencia y la organización de quienes más lo necesitan, para reivindicar su papel de sujetos de su historia y para solventar cuestiones básicas de las comunidades, las familias, las personas y su dimensión espiritual. Sin duda, la fe brinda una salida, ilumina e impulsa a quienes viven en condiciones de absoluta adversidad, a quienes luchan en la defensa de los derechos humanos y en la búsqueda de justicia para las personas que ya han sido violentadas.
Jtatik Marcelo Pérez Pérez, sacerdote tzotzil, originario de San Andrés Sakamch’en, trabajó en ese contexto al lado de su pueblo e integrado a la Diócesis de San Cristóbal de las Casas. Ahí donde ejercieron su acción pastoral don Samuel Ruiz García y fray Raúl Vera López, O.P.
Su trabajo se distinguió por la defensa de los derechos humanos de los pueblos indígenas. Siempre levantó la voz contra la inacción gubernamental y la violencia criminal. Pero también brilló como constructor de paz, tendiendo puentes entre grupos rivales, oraba con los pobres, ungía a los enfermos y celebraba misas. Fue un auténtico pastor de su comunidad y para su comunidad.
Naturalmente, sus denuncias incomodaron a la clase política gobernante, a los delincuentes, en suma, a cuantos se benefician de las condiciones de exclusión, saqueo y violencia que se vive en la entidad.
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El Padre Marcelo incomodó a los poderes fácticos y por ello fue ejecutado extrajudicialmente cuando salía del templo parroquial, después de haber celebrado misa en el barrio de Guadalupe de San Cristóbal. La neocriminalidad en Chiapas y en todo el país ha evolucionado para mal y todo parece indicar que los grupos delincuenciales en pugna por el control de los territorios están elevando su apuesta frente al naciente Gobierno Federal. Son muchos los defensores del territorio, los sacerdotes y políticos asesinados, menudean los hechos violentos a lo largo y ancho del país.
Para quienes somos creyentes, la cosa no termina ahí, no puede, no debe. Ni aquí en el hoy, ni después de la muerte. Aplica un canto católico que siempre me ha conmovido: “Entre tus manos está mi vida, Señor, entre tus manos pongo mi existir. Hay que morir, para vivir. Entre tus manos confío mi ser. Si el grano de trigo no muere, si no muere sólo quedará, pero si muere en abundancia dará, un fruto eterno que no morirá”.