Más al Norte ya no hay (II)

Opinión
/ 23 agosto 2023

Llega el cronista saltillero a este lugar de México, lejano.

-¿Conoces Nogales? -les pregunto a mis amigos de Hermosillo.

-Nomás de pasada -me responden todos.

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Y es que por Nogales se pasa para ir a Tucson, que es, en una sola ciudad, lo que para nosotros son Nuevo Laredo y San Antonio.

También se pasa por Magdalena, donde hay dos tumbas conocidas. Una, lo dije, ayer, es la del Padre Kino; la otra es la de Luis Donaldo Colosio, que nació en Magdalena y ahí pasó los años de su niñez y su primera juventud. Dejó Donaldo −así lo llaman sus amigos− el recuerdo de un muchacho empeñoso, buen estudiante, que gustaba de recitar y hacerla de locutor de radio.

Magdalena es una comunidad muy franciscana. Ahí se venera una antigua imagen de San Francisco. Siempre que paso por ahí visito su capilla, pues soy muy devoto de ese segundo Cristo que es el santo de Asís. En los últimos días de septiembre y los primeros de octubre se ve un largo desfile de peregrinos que hacen a pie el camino desde Nogales hasta Magdalena −son más de 100 kilómetros− para cumplirle alguna manda a San Panchito.

Nogales tenía un hermoso edificio de la Aduana, recio y alto. Fue derribado ese recinto en tiempos de López Mateos, cuando se llevó a cabo un programa llamado “La puerta de México”, que encabezó, si no recuerdo mal, don Antonio J. Bermúdez. Se trataba de dignificar la entrada a nuestro país por las diversas ciudades fronterizas. En Nogales se construyó una “puerta” formada por dos bóvedas semicirculares unida la una a la otra. La gente llama a esa construcción “El brassiére”. Lo miro desde mi ventana en el hotel y de veras: nomás le faltan los tirantes. Y el contenido, claro.

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El cronista no llega a ninguno de los nuevos hoteles de Nogales. Se hospeda siempre en el “Fray Marcos de Niza” porque le gusta el nombre de ese hotel y porque tiene un espléndido elevador que debería estar en un museo, un elevador de esos que todavía necesitan operador. Oprime uno el botón en el noveno piso y se oye una voz desde el primero:

-¡Va!

Y llega el elevador, manejado por un elevadorista −ya nada más ahí se usa la palabra− que tiene un tino matemático para detener el ascensor exactamente en el nivel del piso, de modo que uno no tropiece al salir. Arte sublime es ese que yo admiro; arte en desuso ya.

Por eso llego al antiguo hotel Fray Marcos, y porque me agradan sus habitaciones, espaciosas, y sus muebles, que me recuerdan los de la casa de mis padres, y por el chorro potente de su regadera, que si no lo gradúas bien te lanza contra la pared con igual fuerza con que las mangueras de los bomberos de Uruchurtu nos hacían rodar por el suelo de la Ciudad de México cuando íbamos a quemar autobuses porque habían subido 5 centavos el pasaje.

(Seguirá)

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