Me dispararon en Vermont. ¿Y si hubiera sido en Cisjordania?

Opinión
/ 18 mayo 2024

La deshumanización de los palestinos se ha vuelto una norma

Por Hisham Awartani, The New York Times.

Aquella helada noche de otoño en Burlington, Vermont, no era la primera vez que miraba el cañón de una pistola. Ni siquiera era la primera vez que me disparaban. A medio mundo de distancia, en Cisjordania, esto ya había ocurrido.

Un caluroso día de mayo de 2021, un compañero de clase y yo, ambos de 17 años en aquel momento, protestábamos cerca de un puesto de control en Ramala. Las balas, tanto de goma como de metal, volaban hacia la multitud, a pesar de que estábamos desarmados. A mí me alcanzó una de las primeras; a mi compañero, la segunda. Antes habíamos sido estudiantes que se preparaban para el examen final de química; después, al otro lado de los fusiles israelíes, éramos una masa de terroristas, que no merecía compasión.

Así que aquella noche de noviembre, cuando nos dispararon a mis dos amigos y a mí mientras caminábamos por la calle North Prospect, no me sorprendí demasiado al verme tumbado en el césped de una casa blanca y con la pantalla de mi teléfono salpicada de sangre. Allá en Ramala, sabía que si hacía un mal movimiento me desangraría; es sabido que los soldados israelíes impiden o dificultan que los paramédicos atiendan a los palestinos heridos. Pero nunca había esperado sentir esto en una tranquila calle de Vermont, en un paseo antes de la cena de Acción de Gracias.

El ataque con arma de fuego contra tres palestinos estadounidenses en Burlington ha recibido una cobertura más sostenida que cualquier otro acto de violencia contra palestinos en Gaza y Cisjordania desde el 7 de octubre. ¿Por qué los reporteros y los canales de noticias entrevistaron a nuestras madres y nos tomaron fotos cuando jóvenes de mi edad han sido ultimados por francotiradores, detenidos indefinidamente sin juicio y tratados como una estadística?

Esta pregunta me ha carcomido durante los últimos meses. ¿Fue el impacto de un crimen tan violento en el pacífico Vermont? ¿Fue el hecho de que mis amigos y yo estudiábamos en universidades estadounidenses de renombre? ¿Influyó la coincidencia del tiroteo con un fin de semana festivo? Estoy seguro de que sí, pero para mí, el factor determinante es la reformulación del crimen: en lugar de los asentamientos, los Acuerdos de Oslo o la Intifada, la conversación en torno a nuestro tiroteo incluyó términos como “violencia con armas de fuego”, “crímenes de odio” y “extremismo de derecha”. En lugar de ser víctimas en las calles árabes, nos dispararon en una pequeña ciudad de Estados Unidos. En lugar de ser vistos como palestinos, por una vez, fuimos vistos como personas.

La muerte y la deshumanización son el statu quo de los palestinos. Al crecer, nos acostumbramos a que nos hicieran pasar por puestos de control y que nos desnudaran para registrarnos, apuntándonos todo el tiempo con rifles de asalto. El resultado es un cálculo existencial constante: si un hombre autista desarmado, un niño de8 años y un periodista que llevaba un chaleco con la leyenda “Prensa” podían ser percibidos como una amenaza tal que fueron abatidos a tiros, entonces debo aceptar que, por existir como palestino, soy un objetivo legítimo.

Esta dinámica era tan omnipresente para mí que no pude expresarla con palabras hasta que dejé Cisjordania para ir a la universidad en Estados Unidos. Mis clases me dieron el vocabulario para entender la deshumanización, la representación del colonizado como un primitivo violento. Me di cuenta de que la infraestructura de la ocupación (con sus puestos de control, detenciones, invasión de los colonos armados) se construye en torno a la violencia de la que se supone que soy capaz, no en torno a quién soy yo.

Este sistema de otredad —caminos exclusivos para israelíes, asentamientos cercados, el muro de “seguridad”— es una parte inherente de la psique del Estado israelí. Sin embargo, lejos de garantizar la seguridad de los israelíes, inflige una humillación masiva a los palestinos. Casi la mitad de los palestinos vivos en este momento nacieron después de la violencia de la segunda intifada y su interacción con israelíes solo se ha dado en los confines del aparato de seguridad construido tras ella. En mi casa de Cisjordania, el aparato militar es juez, jurado y verdugo. Mientras que los colonos de Cisjordania están sujetos a la ley civil israelí, los palestinos están sujetos a la ley militar. Es como si todos fuéramos ya combatientes.

La deshumanización a la que nos enfrentamos es doble: más allá de los aspectos cotidianos de nuestras vidas, permea la cobertura mediática de lo que vivimos. En las noticias, se presupone nuestra militancia, no se nombra a nuestros asesinos y nuestras muertes se convierten en estadísticas. De algún modo, morimos sin que nos maten. La propia veracidad de nuestras muertes se pone en duda. La magnitud de la cifra de muertos civiles en Gaza no debería sorprendernos cuando el ministro de Defensa de Israel, Yoav Gallant, puede hablar con descaro de “animales humanos”.

Mi historia es una gota en el océano del sufrimiento al que se enfrentan los palestinos, y comparada con el inmenso e indescriptible sufrimiento de la población de Gaza, francamente trivial. Mientras me desplazaba en silla de ruedas por los lisos pasillos del hospital donde me atendieron tras el tiroteo, pensé en las personas en silla de ruedas en Gaza, que luchaban para recorrer las calles sembradas de escombros mientras huían de sus hogares. Pensé en las noticias sobre una mujer asesinada a tiros mientras sujetaba la mano de su nieto con una bandera blanca. Pensé en un joven de 17 años al que los colonos dispararon por la espalda en Cisjordania. El dolor de conocer sus destinos es insondable, y aún no ha cesado.

Pienso en las circunstancias en las que me dispararon junto a mis dos amigos, Kinnan Abdalhamid y Tahseen Aliahmad, y los imagino en el contexto de Cisjordania. Un Hisham, un Kinnan y un Tahseen fusilados allí podrían haber sido abandonados a su suerte. Nuestros nombres circularían durante uno o dos días en los círculos propalestinos, pero al final, solo se nos recordaría en un cartel en las calles de Ramala, con nuestros rostros desgastados por el tiempo como los innumerables que he visto en las calles de mi ciudad. Si ese escenario no despierta en ti los mismos sentimientos que los disparos que recibí, si tu primer instinto cuando le disparan a un palestino, lo mutilan o lo dejan discapacitado es buscar excusas, entonces no quiero tu apoyo.

Cuando todavía estaba en el hospital, un amigo que acababa de salir de Gaza nos visitó a mi familia y a mí. Relató cómo vio el comienzo de los bombardeos israelíes desde su balcón y poco después se duchó y salió de su casa con una bolsa preparada. Me habló de tiendas de campaña, de hambre, de explosiones, pero hubo algo que me impresionó mucho cuando me contó su calvario.

Me explicó que la única forma que tenía de sobrevivir en Gaza era aceptar que ya había muerto. Solo después de aceptar que su vida, tal como la conocía, había terminado, pudo disfrutar de una calada de cigarro y un sorbo de café por la mañana. Esta aceptación es el objetivo del complejo de deshumanización israelí. Ser palestino hoy es aceptar este destino.

Regresé a la universidad desde febrero y me ha costado adaptarme. El hombre acusado de dispararme se declaró no culpable a tres acusaciones de tentativa de homicidio en segundo grado. Pero mi mente está en otra parte. Todas las mañanas al levantarme, reviso una cifra. Ha superado los 35.000. Me cuesta asumir la realidad de tanta pérdida.

En clase, entre mitos mesopotámicos y álgebra conmutativa, algunos pensamientos resuenan sin cesar en mi mente: ¿cómo podemos recuperarnos de tanto dolor? ¿Cómo hemos podido permitirlo? ¿Qué se supone que debemos hacer del mundo cuando las muertes palestinas se excusan con argumentos que se repiten una y otra vez en las noticias? Anhelo volver a mi casa, a mis olivos, mis gatos y mi familia.

Pero sé que cuando cruce el puente del Rey Hussein de Jordania a Cisjordania, volveré a ser designado como terrorista en potencia. Dejaré de ser un estudiante de tercer año en la Universidad Brown, un estudiante de arqueología y matemáticas, un seguidor de los Gigantes de San Francisco, un apasionado de la historia de los Balcanes. Toda mi identidad se reducirá a mi capacidad para la violencia, no como ser humano, sino como palestino. c.2024 The New York Times Company.

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