Mexicanos privilegiados, pero sin conciencia ambiental
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El granjero contrató a un peón que le aseguró que tenía mucha experiencia en cosas de granjas, sobre todo en el manejo de caballos. Al comenzar el primer día de trabajo llama el granjero al individuo y le ordena: “Póngale la silla a mi caballo”. Pasa media hora, y una hora, y el peón no llegaba con el caballo. Lo busca el granjero y le pregunta: “¿Ya le puso la silla al caballo?”. “Sí, patrón −responde el otro−. Le puse una del comedor, pero el maldito animal está terco a no quererse sentar”... Don Canidio era dueño de un feroz perro bulldog que atacaba a la gente aun sin provocación, por lo cual su amo lo mantenía atado con una correa. En cierta ocasión el perro se soltó y mordió a un vecino a quien su mala ventura hizo pasar por ahí en el momento en que el salvaje can se libró de su atadura. Don Canidio, después de reducir al animal, se disculpó profusamente con la víctima. “¡Perdone usted, vecino! −le dijo−. ¡Mañana mismo llevaré al perro a que lo castren!”. “Llévelo mejor a que le saquen los dientes −sugiere muy enojado el pobre tipo−. Lo que le gusta es morder, no fornicar”... Dice un tipo a otro: “El rostro de esa mujer es como un poema moderno”. “¿Bello y misterioso?” −pregunta el otro−. “No, −completa el tipo−. Tiene demasiadas líneas”... Se ha dicho siempre que México es un país privilegiado en cuanto a sus recursos naturales. Tenemos gran variedad de climas; regiones muy diversas; fauna y flora espléndidas; costas de belleza paradisíaca; bosques, selvas, desiertos y montañas; ríos y lagos de gran hermosura. Preguntémonos: ¿estamos protegiendo esa riqueza o estamos dejando que en forma implacable sea destruida cotidianamente por obra de la ignorancia y la ambición? ¿Tenemos conciencia real de lo que se debe a la naturaleza o nuestra incuria se hace cómplice de los que cada día destruyen los valiosos bienes naturales de nuestro país? Ríos contaminados; lagos que se secan; selvas incendiadas; bosques talados en modo irracional; especies animales y vegetales extinguidas o en vías de extinción; todo eso nos habla de un país cuyos habitantes, privilegiados, no tienen la conciencia de preservar lo que poseen. A mí nadie me podrá acusar de incurrir en semejante culpa: yo procuro conservar los pocos recursos naturales que aún me quedan... El Señor decidió castigar a los hombres por sus pecados. Enviaría sobre ellos un diluvio que acabaría con aquella mala ralea. Como quien dice, borrón y cuenta nueva. Había, sin embargo, un hombre justo: Noé. Le habló el Señor y le dio a conocer la catástrofe que se abatiría sobre el mundo. Le ordenó que construyera una arca y que subiera a ella con su mujer, sus hijos y las mujeres de éstos. Llevaría también en la nave a una pareja de cada especie de animales. Así, dijo el Señor, la vida volvería a empezar sobre la tierra. Después de que Noé hizo entrar a los animales en el arca, les habló para darles instrucciones. “Queda terminantemente prohibido −les dijo−, hacer el amor durante el tiempo que dure la navegación. No hay que olvidar que van aquí animales como los elefantes, los hipopótamos y los rinocerontes: si les permito que hagan el amor correría peligro la estabilidad del arca. Así pues, nada de juegos amorosos. No hay manera de que se escondan para amarse, de modo que si llego a ver a cualquier pareja de animales haciendo el amor, a los dos los echaré por la borda para que se ahoguen también. Ese será el castigo a su desobediencia”. Noé pensó que todos los animales habían acatado la disposición. Grande fue su sorpresa, por lo tanto, cuando terminó el diluvio y bajaron del arca el gato y su compañera: los seguía una numerosa prole de gatitos recién nacidos. Le dice el gato a Noé con una traviesa sonrisilla: “¿Verdad que pensaste que estábamos peleando?”... FIN.