Mi eterna derrota electoral. Cap. 1: El participio activo
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El participio activo o participio de presente es una construcción gramatical que nos indica que un individuo o sujeto (el sustantivo) realiza una acción, sea en este preciso momento o dentro de su cotidianidad, desde su profesión u oficio.
¡No se haga bolas! Los participios activos son esas palabras terminadas en “nte”: Estudiante (el que estudia), caminante (el que camina); maleante (el Bryan con un cuchillo).
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Pueden ser sustantivos (rumiante, pariente, ponente, tratante) o adjetivos (candente, balbuceante, sonriente, decadente). Incluso a veces hay ambivalencias: “Cantante” es sustantivo, cuando nos referimos por ejemplo al “Príncipe de la Canción”; pero puede ser adjetivo cuando describe una condición de preeminencia: “En la junta de accionistas, el tío Slim lleva la voz cantante”.
Como cualquiera con instrucción básica puede entender hasta ahorita, el participio activo nos da información sobre el sujeto (sujeta o sujete), pero sólo en función del verbo o la actividad que realiza; no así en función de otros atributos específicos como podría ser su SEXO y mucho menos su orientación o identidad.
En consecuencia, los participios activos son palabras NEUTRAS. Carecen de un género como sí lo tiene la gran mayoría de nuestro vocabulario: La mesa, la órbita, la eternidad, la guajolota, la hemoglobina, la chalupa (¡y buenas!), para el género fémenino. Y el jorobado, el presupuesto, el amanecer, el sacramento, “el extraño caso de Benjamín Button” y el culo, para lo que es masculino.
La mesa puede estar reluciente, pero sigue siendo LA mesa y lo reluciente sigue siendo reluciente, y no “relucienta”. Mientras que el presupuesto del próximo año puede ser insuficiente; y “presupuesto” seguirá siendo masculino e “insuficiente” un atributo neutro y una verdadera lástima.
Tuvo que ser alguien sin esta mínima comprensión de nuestro idioma y sus particularidades quien supuso que, en una sociedad machista como la nuestra (en la que las posiciones de autoridad y toma de decisiones recaen casi por obligatoriedad en hombres), los participios activos (sobre todo los que denotan preeminencia) tenían una equivalencia femenina; por lo cual voces como “dirigente” tendrían su contraparte en “dirigenta” por ejemplo.
No así “estudianta”, “caminanta”, “contribuyenta”, “inocenta”, “penitenta”, “pacienta” o “urgenta”. Sólo participios activos relacionados con el poder o la autoridad.
Habrá intuido ya el sintáctico lector, la gramatical lectora, el gerundio “lectore”, que vamos en pos del participio activo “presidente” y su falsa equivalencia “presidenta”, desde luego y a propósito de que supimos (desde hace un año por lo menos) que ganase la oposición o la continuidad del régimen, México tendría a la primera mujer en la Historia en el máximo cargo Ejecutivo (a menos que el general Manuel Ávila Camacho haya sido “chica trans” y nunca nos hayamos percatado).
Hace más de 20 años que el vocablo “presidenta” se acepta sin mayores reparos y es que cobró auge al tiempo que nuestra clase política se percató de que era mucho más redituable hacer sentir incluida a la mitad injustamente olvidada, relegada, oprimida y discriminada de la población.
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Fue por esos años (alrededor del cambio de siglo y de milenio) que se comenzaron a emplear los pleonasmos de corrección como “los niños y las niñas”; “las mexicanas y los mexicanos” y, como dijera aquel insigne diputado local: “los coahuilenses y las ‘coahuilensas’”.
Y quizás estos gestos condescendientes hagan sentir a alguna mujer (biológica, trans o fluida) tomada en cuenta por nuestras instituciones, gobiernos y dirigentes. A mí me parecen un timo demagógico en lo político y un absurdo en lo lingüístico, pero ¡hey!, no tiene que estar de acuerdo conmigo: Sólo soy un hombre blanco, heteronormativo, falócrata, pitocéntrico, machopatriarcal y de mediana edad (muy viejo como para que a nadie le importe mi opinión sobre música; no tanto como para alcanzar la pensión del Bienestar).
Si la gente decide seguir utilizando el vocablo “presidenta”, está bien. Los idiomas están en constante evolución (“son entidades vivas” se suele decir) y se rigen no por lo que marca la Real y Loca Academia de la Lengua, sino por lo que mejor le viene a las mayorías, a la convención (muy a propósito de la RAE famosa, sépalo de una vez: no es una autoridad; es sólo un referente y uno malo por cierto).
De allí que tenemos ciertas libertades para utilizar el idioma en tanto cumpla nuestro cometido comunicativo y no traicione las ideas al servicio de las cuales lo estamos empleando.
No habrá ninguna confusión si yo digo “la Presidente” durante el siguiente sexenio, como no la experimento yo cuando dicen “la Presidenta”. Sólo es mi prerrogativa y la pienso (la voy a) ejercer.
Me ampara mi privilegio como editorialista, ya que como reportero o redactor del periódico tendría que apegarme al criterio y manual de estilo del medio, pero como colaborador la regla dice que soy responsable de lo que escribo y el medio se exime de mis opiniones, juicios y, desde luego, de mis posturas gramaticales.
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¿Tiene todo lo anterior alguna importancia? ¡Desde luego que no! Sólo que usted le atribuya alguna, que de ser así: ¡Qué pena!
Quería nada más avisar que me abrazaré con todo mi ser al carácter neutro del participio activo, no por misoginia ni mucho menos, sólo porque considero que es lo correcto y porque es la única probable victoria que yo en lo personal pueda obtener de la reciente elección: el privilegio de seguir tratando al idioma con cierto respeto muy en contra del sentir popular y de lo hoy considerado políticamente correcto.
Habemus Presidente: ¡LA Presidente! Empero, estas reflexiones continuarán en la próxima entrega.
(PD: Y no, el participio activo del verbo ser no es “ente”).