Mirador 02/10/2023

Opinión
/ 2 octubre 2023

El ajedrecista tiene la vista clavada en el tablero.

Profunda es su concentración; piensa que la jugada que hará es definitoria. De ese movimiento depende toda la partida.

Su adversario lo mira con mirada inexpresiva. El jugador no sabe quién es ese adversario. Ignora su identidad. Jamás lo ha visto. El rival no da muestras de impaciencia. Deja que el otro piense su jugada. No lo apresura, y ni siquiera le indica que su tiempo ha terminado en el reloj.

El ajedrecista no se decide a mover ninguna pieza. Aleja las manos del tablero por temor de tocar una inadvertidamente y verse así obligado a jugarla.

Los minutos pasan.

Pasa el tiempo.

El jugador no sabe cuántos minutos han pasado ya, ni cuánto tiempo ha transcurrido.

Por fin se decide y mueve una pieza.

Nadie sabe qué pieza fue la que movió. Y nadie nunca lo sabrá, porque en el momento en que el ajedrecista movió esa pieza el mundo se acabó.

¡Hasta mañana!...

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