Mirador 11/01/2022
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El predicador clamaba contra el pecado y contra los pecadores.
Su voz era de trueno. Cada palabra suya caía como un rayo sobre sus feligreses.
Ellos lo oían y temblaban. Y es que les decía que estaban poseídos por el mal. En cada uno habitaba un demonio que los llevaría irremisiblemente hacia la perdición.
Un día se le acabó la vida al predicador. En medio de su predicación cayó de pronto al suelo víctima de una apoplejía fulminante.
Cuando llegó al más allá fue recibido por el Señor, que lo acogió en sus amorosos brazos y lo llevó con él a su casa.
El predicador le preguntó:
-¿Dónde están los condenados?
-No hay condenados –le respondió el Señor–. Al final de los tiempos todos serán redimidos por mi infinita misericordia.
-¿Y la mansión del eterno castigo?
-Tampoco hay eterno castigo.
El predicador meneó la cabeza en gesto de reproche.
-Lástima –expresó decepcionado–. Mis mejores sermones fueron siempre sobre el infierno.
¡Hasta mañana!...