Me habría gustado conocer a Carlos Quinto de España, Primero de Alemania.
Dos aficiones alentaba, las cuales muestran que el poderoso señor en cuyos dominios nunca se ponía el sol tenía el alma en su almario: le gustaban la buena mesa y las buenas camas. Quiero decir que era dado a los placeres que derivan del buen comer y el buen yogar. Si hay otros más placenteros no he hallado registro de ellos en ninguna parte.
Al final de su vida el monarca se arrepintió de sus pecados, cosa que muchos hombres hacen cuando no pueden ya pecar. Pienso que sus remordimientos no los causaba tanto su conciencia como la gota que padecía, y que le provocaba dolores intensísimos. Nada como los dolores del cuerpo para sentir pesar por las faltas que alguna vez te ayudó a cometer.
Murió Carlos alejado del mundo que alguna vez fue suyo. Se le acabó la vida en un convento donde se había refugiado para escapar de su enemigo mayor: él mismo. En su tumba no está ninguno de sus dominios, nada de su poder y sus riquezas. Quizá recordó en sus últimos instantes un nombre de mujer. Quién sabe.
¡Hasta mañana!...