Navidad: Cómo una tradición más se convirtió en el circo de las vanidades
La cena de Navidad casi siempre es como una reunión de Avengers, pero con menos efectos especiales y más indirectas pasivo-agresivas
Ah, la Navidad. Esa hermosa época del año donde la hipocresía se viste de rojo, las cuentas bancarias lloran y el colesterol celebra como si no hubiera un mañana. Es el tiempo de abrazar al tío borracho, de comer hasta que el pantalón reviente y de fingir que el suéter tejido por su abuela no parece un disfraz de reno en ácido. Pero, ¿qué sería de esta temporada sin los icónicos platillos que “sólo se pueden preparar en estas fechas”? y me refiero en especial al pavo. ¡Ah, el pavo! Ese pobre animal que, a diferencia de sus sueños, sí llega al horno.
El pavo es una de las cenas por excelencia de la Navidad, pero ha pasado de ser un ave exótica a víctima de la glotonería navideña. La historia del pavo es más larga que las filas del Buen Fin. Resulta que esta ave, originaria de América (sí, lo más patriótico que come en diciembre), era una especie de unicornio gastronómico para los europeos cuando los conquistadores la descubrieron. Hernán Cortés y su pandilla se lo llevaron a España, donde la nobleza dijo: “¿Pollo? Nah. Esto está más mamón”. Lo bautizaron como “la gallina de las Indias”, porque creatividad europea y racismo siempre van de la mano.
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Al principio, sólo los ricos lo comían, pero luego, como todo en esta vida, la plebe lo popularizó. En algún punto, alguien dijo: “¿Y si lo metemos al horno con relleno?” y, ¡pum!, nació el pavo al horno navideño. Claro, porque si vas a celebrar el nacimiento del Niño Jesús, lo mínimo que puedes hacer es sacrificar un ave gigante, rellenarla con frutas y pan viejo, y meterle un chingo de mantequilla. Bendito sea el colesterol.
Pero me pregunto yo, entre recetas y dramas familiares, ¿quién en su sano juicio decidió que el pavo es el centro de la cena? Ese animal seco como las conversaciones con su ex, que necesita dos litros de gravy y media piña para saber a algo. ¿A quién se le ocurrió, carajo? Porque para esto existe un maldito ritual, y aquí nadie se escapa.
Primero, la caza del pavo perfecto: usted, desesperado en el súper, buscando un pavo congelado como si estuviera seleccionando al próximo hijo pródigo.
Después viene el desmadre del descongelado, ese momento cuando se da cuenta de que debería haberlo sacado del refri hace tres días. Así que ahí está, metiendo al pobre bicho bajo el chorro de agua caliente, como si fuera a resucitar.
Y finalmente, el muy ansiado (o quizás no) drama del horno. Todo mundo tiene una tía que jura que su receta es “la original”. “Ponle vino tinto, no blanco”; “No, mejor cerveza”; “Hazle masajes, como a los bebés”. Al final, el pavo queda como queda: seco, pero con buena intención.
¿Y el relleno? Pues eso es una bomba por sí misma. Que si manzanas, pasas, carne molida y quién sabe qué más. Literal, es como un resumen de tus finanzas: todo lo que sobró lo mezclas y ¡al chingazo!
Con todo este carnaval, la cena se convierte en el coliseo romano de los chismes familiares. La cena de Navidad casi siempre es como una reunión de Avengers, pero con menos efectos especiales y más indirectas pasivo-agresivas. Nunca falta la que llega con su nuevo novio, que está de más decir que lo cambia más seguido que la toalla íntima. El primo que no supera a su ex y se pone pedo antes de que sirvan el postre, y la abuela que le recuerda que ya tiene 30 y sigues soltero/a, mientras murmura: “Otro año sin nietos”.
Pero oiga, ¡ánimo! Todo esto, viene acompañado de pavo al horno, ensalada de manzana y su dignidad en la cuerda floja. ¡Ah, las tradiciones!
Y algo que no puede faltar después de ese intento de cena, hablando de tradiciones, es ese show de pretextos envueltos en celofán, y me refiero a los regalos. Navidad no sería Navidad sin la tradición de dar regalos. Porque la mejor manera de mostrar su amor es comprando algo en oferta. El concepto es bonito: “Dar es mejor que recibir”, decían. Pero luego llegó el capitalismo y se cagó en todo.
Hoy los regalos son como las relaciones tóxicas: caros, innecesarios y terminan decepcionándote. Ahí estás, envolviendo una licuadora para tu mamá como si fueras el mismísimo Santa Claus, mientras esperas que nadie te regale calcetines... otra vez. Y ni hablar del “amigo secreto”, ese juego infernal donde siempre terminas recibiendo algo inútil, como un portavasos en forma de reno (por cierto yo tengo unos de Star Wars y están bien hipermamalones, ¡esos si son regalos!) o una taza que dice “Feliz Navidad”.
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Pero todo esto nos trae una gran reflexión, Porque sí, esto tiene un mensaje profundo aunque usted no lo crea. Al final, más allá del pavo seco, los regalos inútiles y los chismes familiares, la Navidad es una oportunidad para reflexionar. Una oportunidad para recordar que el verdadero espíritu no está en el pavo ni en los regalos, sino en valorar lo que tienes... aunque sea una familia loca y disfuncional.
Así que, la próxima vez que corte un pedazo de ese pavo seco, dele gracias a la vida por la gente con la que comparte la mesa. Hay muchos que no tienen con quien compartirla y otros que ni siquiera tienen algo que compartir.
Y si no le gustan, pues dele gracias al vino, que siempre está ahí para suavizar las cosas. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿Qué opina?
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