Nostalgia por la enciclopedia, de la A a la Z

Opinión
/ 10 abril 2024

El “Diccionario de la literatura” de Federico Carlos Sainz de Robles me dio algunas definiciones de enciclopedia que me dejaron pensando largo rato. La tercera de ellas dice: “Título de obras que contienen un repertorio general de todos los conocimientos humanos, ya metódicamente, ya en forma de diccionario”. En los últimos días adquirí ―por azares del destino o locura de eclipse solar― varias cajas de libros de segunda mano. De todos los ejemplares me emocionaron particularmente las enciclopedias. Me pregunté por qué, si ahora son consideradas obsoletas, bultosas, incómodas. La respuesta me la dio el libro: nos regalan la ilusión de contener, en sus páginas interminables, todo lo conocido. En la cuarta definición, el diccionario aclara: “Alfabética o sistemática, una verdadera enciclopedia es imposible. Se oponen a su existencia la enormidad de los conocimientos humanos y la limitación de quienes la redactan en un tiempo, por largo que sea, siempre escaso”. Entonces la sensación de tener todos los saberes al alcance era, obviamente, un sueño muy lúcido.

Desde hace unos años, con la llegada de Wikipedia y los buscadores de internet, las enciclopedias físicas perdieron popularidad y eficiencia. En la red leí que si Wikipedia fuera un libro tendría más de 22 millones de páginas. ¿Dato real o fake news? Al menos en los diccionarios había a quién reclamar en caso de inexactitud. El volumen que leo justo ahora, el de Sainz, explica que desde la antigua Grecia ya eran famosas las enciclopedias. Espeusipo, sobrino de Platón, escribió una de diez tomos que, como tantas, se perdió. Otros ejemplos antiguos que aparecen son los nueve libros de Varrón y la “Historia Natural” de Plinio. Pero hasta 1541 (y escribo esto sin confirmarlo en Google) se utilizó por primera vez el término “enciclopedia” en las obras de Fortius Ringelbergius.

La palabra enciclopedia es de origen griego y significa encíclica, circular e instrucción. Sainz aclara que se le ha llamado con otros nombres: “Specula, Summae, Bibliotheca, Tabla, Orbis disciplinarum”. Hace muchos años un maestro comentó que a los diccionarios les decían “tesauros”, como tesoro, lo que me pareció mucho más hermoso y poético que la palabra “tumbaburros”, usada por otros profesores. Aunque me maravillo con el alcance de la web, nuestro gran oráculo online, disfrutaba mucho consultar en las enciclopedias porque descubría el mundo por orden alfabético. En el “Diccionario de literatura” leo, antes de “enciclopedia”, “encabalgamiento”, “enarración” y “enantiosis” y después “enciclopedistas”, “encuadernación y “endecasílabo”. Todo un viaje por la jerga literaria. En 1982, año de la cuarta edición de esta obra, los “términos, conceptos, ‘ismos’ literarios” cabían en dos tomos y 1218 páginas.

De niña tenía enciclopedias de varios temas, desde las biografías de personajes ilustres hasta las de asignatura de secundaria. En esos tiempos apenas empezaba la Encarta, que nunca utilicé porque el privilegio de la computadora me llegó hasta segundo año de universidad. Mis compañeros que la tenían llevaban las tareas iguales por aquel incipiente “copy paste” y siempre me sentí muy orgullosa de presentar algo diferente tomado de libros que solo yo conocía (al menos en el mundillo del salón).

Nunca dejé de comprar enciclopedias y diccionarios. Recientemente adquirí el “Etimológico comparado de nombres propios de persona” de Gutierre Tibón y hace unos días el “Vocabulario de la vida femenina” de Martha Robles, que me traje en camión desde Monterrey con todo y sus 732 páginas. Hay enciclopedias viejas vivísimas todavía y otras pasadas de moda que se acumulan en las librerías de segunda mano. Pero todas cumplían con su función de contener los saberes necesarios; de hacernos creer la tremenda locura de caber como civilización en un libro físico y pesado de pasta gruesa, ordenado de la A a la Z en múltiples tomos, estáticos y solemnes.

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