Nuestra relación con los animales de consumo, una reflexión necesaria...
La biodiversidad es el tejido vivo de nuestro planeta y sustenta el bienestar humano en el presente y el futuro, como establece la UNESCO. Esta reflexión es crucial para entender la importancia que tiene la diversidad de plantas y animales en y para nuestra vida. A pesar de los avances científicos y tecnológicos, el ser humano depende completamente de ecosistemas saludables y llenos de vida.
Desde inicios del siglo 21, los estragos causados por la contaminación, la sobreexplotación de recursos, la urbanización y otras actividades humanas son más palpables. El incremento de la temperatura en los últimos años ha provocado sequías y cambios en el ciclo de vida de animales y plantas. Este es sólo un ejemplo del calentamiento global provocado por actividades humanas. La extinción de especies animales es otra terrible consecuencia. Como respuesta, se han implementado planes de acción para reducir las emisiones de CO2 y buscar la sustentabilidad en la extracción de recursos.
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Todo esto puede parecer grandilocuente, hablando de biodiversidad en un sentido global y de ecosistemas enormes que, hasta cierto punto, nos parecen ajenos. Sin embargo, existe un aspecto importante de la diversidad biológica que generalmente pasamos por alto porque nos es extremadamente familiar: nuestra relación con los animales de consumo. Vacas, cerdos, gallinas y corderos son animales con los que también convivimos, aunque preferimos pensar que no. Preferimos pensar que los animales de compañía como gatos, perros, hámsteres o peces dorados están en una categoría distinta. Esto ya lo han denunciado autoras como Melanie Joy en su libro “Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas”, o los activistas del movimiento de liberación animal, impulsados en gran parte por el filósofo Peter Singer.
Esto puede parecer el inicio de una exposición sobre la inmoralidad de comer carne y una invitación a adoptar una dieta vegana. No obstante, la discusión respecto al consumo de carne o productos derivados de los animales es más compleja de lo que parece al principio. La clave para entender el problema está en la incongruencia del trato que damos a los animales, pues no a todos los tratamos de la misma manera. ¿Por qué algunas personas no tienen problemas con comerse una hamburguesa doble o desayunarse unos huevos revueltos, pero sienten una gran indignación cuando ven a un perro con una mutilación “estética” o protestan contra las corridas de toros?
No es que yo esté a favor de estas últimas prácticas, pues cualquier acción que lastime a un animal injustificadamente me parece reprochable. Sin embargo, ¿por qué sólo nos preocupamos por un grupo específico de animales y condenamos a otro a vidas llenas de sufrimiento físico y mental hasta el día de su muerte? El acto de matar a un animal para consumo en sí no es reprochable, pues tiene el propósito de la alimentación, cosa distinta es la caza por deporte o las peleas de gallos. En el caso de los animales para consumo, lo reprochable no es lo que se hace sino cómo se hace.
En la actualidad, las leyes de protección de animales tienen mucho que decir respecto al sacrificio “humanitario”, sobre las formas en que se mata a los animales para consumo a fin de que no sufran o sientan dolor. Las prácticas rituales de sacrificio por desangramiento, comunes en el judaísmo y el islamismo, están prohibidas en muchos países. En estas regulaciones, por ejemplo, se pide que el desangrado del animal se haga después de darle muerte; como esta, hay otras regulaciones para una muerte sin sufrimiento. Lo triste de la situación es que la legislación en general calla por completo al hablar sobre el tratamiento de los animales en vida.
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No busco en estas líneas leerme sensacionalista, lo que sí puedo afirmar son los tratos crueles y cotidianos documentados. Por ejemplo, a las vacas lecheras las mantienen en un constante estado de preñez para que produzcan leche, leche con la que apenas se alimenta un poco a los becerros antes de separarlos de sus madres. Esto produce un terrible malestar y sufrimiento psicológico en estos animales. Los cerdos y pollos permanecen hacinados en compartimentos en los que apenas si pueden moverse o estirar las patas; las gallinas pueden pasar toda su vida sin siquiera haber batido sus alas. A los pollos se les cortan los picos y los pavos se desploman por su propio peso. Estos son sólo unos ejemplos de los muchos que se pueden dar sobre el tratamiento “inhumano” que se da a los animales de consumo.
¿Significa todo lo anterior que es moralmente reprochable consumir animales y sus productos? No lo sé. De lo que sí tengo certeza es que los discursos que manejamos deben ser congruentes. Es moralmente reprochable preocuparse por el bienestar de ciertos animales, mientras se deja a otros a suertes tan terribles que la muerte, más que un castigo es la liberación del sufrimiento. Este es un problema global, pues las industrias ganaderas, avícolas y porcinas se preocupan, como toda industria, de ganancias, costos y beneficios. La respuesta es menos clara aún si se toma en cuenta la necesidad de alimentación en una sociedad globalizada y enormemente poblada. Sea cual sea la respuesta, esta debe tener en cuenta que los animales de consumo humano siguen siendo parte de la diversidad biológica y que sus necesidades y sufrimientos son los mismos que los de las ballenas azules, los tigres de Bengala, los toros y nuestros perros y gatos.
El autor es Investigador del Centro de Derechos Constitucionales Comparados de la Academia Interamericana de Derechos Humanos
Este texto es parte del proyecto de Derechos Humanos de VANGUARDIA y la Academia IDH