Nuestro Santo Cristo; nuestro Cristo santo
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Yo soy de Saltillo.
Quiero decir que soy devoto del Santo Cristo.
Una cosa va con la otra: aquí hasta los ateos son devotos del Señor de la Capilla.
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A mí me ha hecho el Señor de la Capilla milagros muy patentes. Los publicaría si no es porque pertenecen a lo más íntimo de mi persona y de mi vida. A todos nos toca el corazón ese hermoso Jesús crucificado. En medio de una tormentosa farra un periodista venido de otra parte a dirigir un periódico ya desaparecido me pidió, ebrio de licor y de Dios, que lo llevara a la Capilla. Me sorprendió la petición, pues eran las 3 de la mañana. Lo llevé, y de rodillas ante la puerta cerrada se puso a llorar sus culpas. Los borrachos hacen a veces cosas de mucha significación.
¿Qué se puede decir del Santo Cristo que no se haya dicho ya? Mi hermano Jorge escribió páginas muy bellas acerca de la imagen y de su historia y tradición. Hay una especie de tierna paradoja en el nombre que damos a nuestro Santo Cristo. Lo llamamos “el Señor de la Capilla”. Y sucede que los dos términos son contrastantes, y aun contradictorios: la palabra “Señor” da idea de majestad y de grandeza, mientras la voz “capilla” entraña humildad y pequeñez. No es el Santo Cristo “el Señor de la Catedral”, “el Señor del Santuario” o “el señor de la Basílica”. Es, sencillamente, “el Señor de la Capilla”. En Roma tiene San Pedro su basílica, lo mismo que la Guadalupana en el Tepeyac y la Virgen del Roble en Monterrey. En París tiene Nuestra Señora su catedral, igual que Santiago Apóstol aquí tiene la suya. También entre nosotros tiene la Morenita su santuario. En cambio el Santo Cristo, con ser quien es, tiene nada más una capilla.
¿Qué es una capilla? Es un lugar de adoración que puede estar lo mismo en una iglesia que en lugares como una escuela, un convento, una prisión, un hospital y hasta una casa. El Derecho Canónico determina la reducida dimensión de las capillas cuando define, en el canon 1223, que el oratorio o capilla es “para el beneficio de una comunidad o grupo de fieles”, en tanto que la iglesia o templo es para el uso de todos.
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La catedral es la sede episcopal. El santuario es un templo en el cual se venera la imagen o reliquia de un santo o santa que suscita la devoción muy especial del pueblo. La basílica entraña majestad: el vocablo quiere decir en griego “palacio del rey”. Las hay mayores y menores. Las mayores son únicamente las de Roma; las menores son todas las demás. Pues bien: ni una catedral, ni un santuario, ni una basílica −ni siquiera menor− quiso para sí el Señor de la Capilla. Con una capilla se conformó nomás. Como que quiso darnos ejemplo de humildad.
Grande y pequeño al mismo tiempo, altísimo Rey y a la vez muy cerca de su pueblo, el Santo Cristo congrega en torno suyo la fe y la devoción de esta ciudad que lo ama. Hoy quise hacer notar esa linda y entrañable paradoja: la de “el Señor de la Capilla”, majestuoso Señor cuya grandeza vive en una pequeña capilla que se vuelve, por Él, basílica, santuario y catedral.