Ojos que sí ven

Opinión
/ 15 enero 2023
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Yo amo a la Ciudad de México. La amo como a una giganta, con miedo de que al hacerle el amor me rompa las costillas, o partes más apreciadas aún. Viví en la Capital cinco años de mi juventud, cuando ella todavía era ciudad y cuando yo todavía era yo. Entonces no se conocía la palabra smog, y la espléndida visión de los volcanes era regalo cotidiano. El Popo y el Ixta se esforzaban en parecerse a los almanaques de Jesús Helguera. El Valle de México era una gran pintura con las diafanidades de Velasco y el dramatismo de Atl.

Ahora la Capital es un monstruo temible y adorable. Voy a ella, y cuando puedo aparto dos o tres horas y recorro los sitios amadísimos en el Centro Histórico. Deambulo sin rumbo y sin itinerario. Entro a comer en figones sospechosos; meriendo en un café de chinos; desayuno chocolate con churros en “El Moro”, por San Juan de Letrán. (Yo no digo nunca “Eje Lázaro Cárdenas”. Es cosa de principios, sabe usted. O, quizá, ya de fines).

Hace unos días fui a México. La cabra tira al monte. Yo, quién sabe por qué, tiro al montón. Allá voy otra vez, a ese paraíso multitudinario que es el centro de la gran urbe portentosa. Mis pasos me llevan a la plazuela de Loreto, donde Manuel Tolsá, el gran escultor de “El Caballito”, levantó un templo cuya cúpula se parece a la de San Pedro en Roma. En él se venera una preciosa imagen pequeñita: el Santo Niño Muevecorazones. Si tu patrón no te quiere aumentar el sueldo, el Niño le moverá el corazón. Si tu novio te hizo un niño −hablo de una muchacha− el otro Niño le moverá el corazón al seductor, y se casará contigo. No hay corazón que el Santo Niño Muevecorazones no pueda conmover.

Cerca está el antiguo convento de Santa Teresa la Nueva (¿Cuál sería la Vieja?). En tiempos de la Colonia la madre superiora de ese convento se enteró de que la gente les decía a las enclaustradas “monjas chocolateras”, y de inmediato añadió a la Regla de la orden una prescripción por la cual quedaba prohibido tomar chocolate ahí, para evitar murmuraciones. Las hermanitas hicieron una revolución; destituyeron a la superiora; derogaron la disposición y siguieron tomando chocolate.

Ese convento fue destinado luego a la Escuela de Ciegos que fundó en 1870 don Ignacio Trigueros. El benemérito señor gobernó la CDMX, si es que alguien la puede gobernar. Durante su gestión fundó la Escuela de Sordomudos y la Escuela de Ciegos, y en ambas instituciones implantó los más modernos métodos que entonces se conocían en el mundo para tratar a los que ahora son llamados “minusválidos” o “discapacitados”, antes sencillamente designados como “muditos” y “cieguitos”.

En cierta ocasión el poeta Juan de Dios Peza visitó la Escuela de Ciegos, y en el libro de visitantes escribió −improvisándola− una décima que yo no conocía, pero que considero, pese a su brevedad, de lo mejor y más profundo salido de la pluma del celebrado autor de “Reír Llorando”. He aquí esa décima. Leerla con detenimiento es aprehender −aprender− su hondo sentido.

Yo llamo “ciego”, aunque ve,

al que niega y al que ignora.

El ciego busca su aurora

en el cielo de la fe.

Sin ojos ve a Dios, lo ve,

pues Dios es luz penetrante.

El escéptico, ignorante

que ofusca en sombra el deseo,

le dice a Dios: “No te veo”,

¡cuando lo tiene delante!

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