Dado que la mitad de ustedes sigue de vacaciones y la mitad restante sólo está yendo a la oficina a hacerse guey (hacer guardia le dicen), seguiremos con las críticas y reseñas de cine y tv.
“Oppenheimer” es una cinta obligada si usted se hace llamar amante del cine (o aunque sólo sean amigos con derechos), sobre todo si usted como yo considera que las películas de superhéroes, junto con la revolución “cgi”, vino a dar al traste con el arte de contar historias en fotogramas. Y no sólo eso, sino que el grueso de la audiencia parece haberse infantilizado en estos últimos años, al grado de haber homologado el gusto y sentido de la apreciación de los padres con la madurez intelectual y emocional de sus hijos.
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Mentira que “Oppenheimer” sea una obra “pesada” o “difícil”. Lo que pasa es que hacía tanto tiempo que no destinábamos tres horas de atención a un producto eminentemente adulto que, luego de verla, sentimos que es hora de pensar en el Afore.
Tratándose del aclamado director británico, responsable de la trilogía del “Caballero Oscuro”, “Inception”, “Interstellar” y la infumable “Tenet”, tenía que dotar a su obra de esa cierta grandilocuencia que le ha ganado hordas de fanáticos que se congratulan porque “le entienden” a sus filmes.
A mí la filmografía de Nolan se me hace OK, tampoco le quemo incienso, no porque le falten méritos, sino porque no es el estilo de películas con el que yo me identifico. A don Chris le encantan los grandes despliegues de producción y a mí me gusta que me sorprendan de una manera más conservadora.
Pero vamos, que “Oppenheimer” es una obra bien balanceada en ese sentido, pues se basa en el libro “American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer”, un mamotreto de 700 páginas que disecciona la vida y obra del llamado “Padre de la Bomba Atómica”. Pero le repito, no es para nada aburrida. Todo lo contrario: hay diversos giros en la trama principal y las subtramas lo bastante relevantes como para mantenernos interesados hasta el último minuto, sin mencionar que estamos ante el mejor elenco que hayamos visto en una década.
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“Oppenheimer” surca por el sinfín de dilemas éticos de índole personal y científica, políticos y humanísticos que llevaron al protagonista al momento más crucial de su vida y que, en su caso, resulta extraordinario, pues en un punto la disyuntiva implicaba la posible combustión de la atmósfera terrestre y la completa aniquilación de la vida en el planeta. Sabemos a posteriori que ello no pasó, pero el dilema era real y había que sopesarlo como científico, como soldado de una nación en guerra y como portador del máximo poder destructivo jamás concebido por hombres o dioses. Reitero: el dilema era real.
Le auguro y deseo a “Oppenheimer” la mejor de las suertes en la aún lejana temporada de premios y premiaciones. Si la huelga lo permite, anticipo una muy postergada nominación para su protagonista, Cillian Murphy (de quien me vengo enterando luego de 15 años que su nombre se pronuncia “Kilian”); y quizás una estatuilla, en la categoría de reparto, para Robert Downey, ya que se la deben desde “Chaplin” (1992).
Pero además de lo histriónico y lo argumental, estamos ante una obra muy sólida en sus aspectos técnicos (el audio y el sonido son fantásticos), que no se apoya en recursos digitales (incluso su gran explosión es un efecto práctico y no un pegote de postproducción); está filmada de manera analógica, en celuloide y no con bits informáticos. Es cine real, por lo tanto, se ve real, se siente real. ¡Véala ya!
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El verdadero Oppenheimer se convenció y convenció a quien fuera menester de la necesidad de construir una bomba atómica. ¿Por qué? ¿Porque era un ente diabólico acaso, que soñaba con ver al mundo en llamas? ¡No! Porque la descomposición del átomo con su increíble potencial energético era ya conocimiento científico del dominio de todas las naciones en guerra, y su aplicación bélica era inminente, y si no lo hacía realidad EU, era sólo cuestión de tiempo para que Hitler y Co. lo llevaran a cabo.
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No había elección, era algo que debía ejecutarse sí o sí, en la esperanza (ilusa si usted quiere) de no tener que utilizarla jamás. Era una carrera por desarrollar la bomba antes que el enemigo, e incluso antes que otras naciones aliadas como la URSS.
“Tenemos una carta a nuestro favor”, reflexiona en un momento Oppenheimer: “La ‘ciencia judía’”.
Y es que Hitler, en su estúpida cruzada por la “pureza étnica” y su menosprecio por todo lo judío, dejó ir a los mejores físicos alemanes y desdeñó las teorías de Albert Einstein, que fueron las que posibilitaron a la humanidad el acceso a la inconmensurable energía oculta del átomo. Ello benefició muchísimo la causa de EU que tuvo lista la bomba para poner fin definitivo al conflicto con los eventos de Hiroshima y Nagasaki.
El tío Adolph, ya le digo, fue increíblemente estúpido, hizo de sus prejuicios credo y ello le costó el no contar (para nuestra fortuna) con el arma más poderosa de la Historia.
El gran error del führer fue pensar que la ciencia, que el conocimiento, posee una identidad (“ciencia judía”, dijo él, a manera de denuesto). Pero lo cierto es que la ciencia, la tecnología no tienen nacionalidad, raza, apegos, ni ideologías. Es simplemente conocimiento y lo aprovecha quien lo posee. Así de simple.
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Entre todas las desgracias que nos ha asestado la 4T, está la monserga de que la ciencia tradicional es un constructo “eurocéntrico”. Es decir, cosa del hombre blanco y de los países imperialistas y que hay que volver los ojos hacia el “conocimiento ancestral”. Lo cual es un gran embuste, pues si dicho conocimiento fuera tal, ya habría pasado por el tamiz del método científico y, en dado caso, sería parte ya del propio acervo científico.
Pero no lo es, la “sabiduría tradicional” es apenas un conjunto de creencias, rituales y costumbres de valor cultural, mas no pragmático, con el que ahora el gobierno busca suplir tanto a la medicina formal como a ciertos contenidos elementales de la educación básica, como las matemáticas que se ven relegadas en los libros de texto por nociones ancestrales de nuestros pueblos indígenas.
Una de las características del conocimiento científico es que es absoluto, y si la raíz cuadrada de 9 es 3, o la suma del cuadrado de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa, es válido para los asiáticos, para los países árabes, para comunistas, gringos y pueblos prehispánicos por igual; es igual para los ricos que para los desposeídos; es lo mismo para la gente de derecha y la de izquierda.
Y no, no hay una ciencia blanca, capitalista y neoliberal, y otra ancestral, originaria, tradicional, autóctona y “nuestra”. La ciencia es una sola y es universal.
Despojar a una generación de niños de los principios más básicos del conocimiento por una política identitaria nos puede costar, igual que a la Alemania de Hitler, el perder la guerra: la guerra contra el rezago, la guerra contra la ignorancia, contra la pobreza y el subdesarrollo.