Para una zorra un coyote

Opinión
/ 31 octubre 2024

Según me la contaron, esta historia empezó con la llegada de un circo a cierta ciudad de por acá. Quiero decir, del norte. Traía el circo una feroz manada de leones africanos, parte principal del espectáculo, pues con ellos y con su domador terminaban las funciones.

El dueño de aquel circo se entrevistó con un carnicero del lugar y le pidió surtirle cada día la carne que se necesitaba para alimentar a aquellos grandes animales, de apetito insaciable. Como eran más de una docena se requería una competente ración. Le indicó el empresario al tablajero que, según lo que él tenía ya conocido, era menester sacrificar dos o tres burros diariamente, más un caballo de regular tamaño, para tener contentos a los leones y evitar que calmaran su hambre con el domador.

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El tablajero vio la oportunidad de un buen negocio, y dijo al del circo que no se preocupara: él mismo conseguiría los burros y caballos, los sacrificaría en un rastro privado que tenía −otros ejemplares de la misma especie solía sacrificar ahí, aunque no hubiera circo−, y entregaría la carne todos los días a primera hora de la mañana.

Aceptó aquel ofrecimiento el empresario, y manifestó a su proveedor que al final de la temporada ajustarían las cuentas, para pagarle todo junto. No le gustó aquel detalle al carnicero, pero era jugosa la contrata, y además el cliente no discutió el precio de la carne, que él había multiplicado por dos, casi por tres. Así, aceptó las condiciones, y se aplicó a cumplirlas.

Cada mañana llegaba el hombre con la carne, de la cual daban muy buena cuenta los felinos. En pocos días acabó con todos los burros de la localidad, y tuvo que salir a buscarlos en las rancherías cercanas. Había que cumplir el compromiso.

Un día llegó con la acostumbrada ración de carne equina. Sorpresa: el circo se había ido. No quedaba sino un rodete de aserrín en el sitio que ocupó la pista. Preguntó a los vecinos, y por ellos se enteró de que la noche anterior, al término de la función, los cirqueros levantaron su carpa y salieron de la ciudad a toda prisa en sus ruidosos carromatos. El carnicero se estiró los pelos. ¡Qué ingenuo había sido! ¡Cómo se dejó engañar!

Pasó un año, pasaron casi dos, y un día hete aquí que el circo regresó. De inmediato el carnicero se apersonó con el dueño, y le hizo la reclamación de lo debido. El individuo no negó: reconoció la deuda, pero, qué pena, dijo, no tenía con qué pagar. Añadió que debido a ese detalle –“detalle” dijo– no lo había vuelto a molestar, faltaba más. Tenía ya otro carnicero que le surtiría la carne para los leones.

Inútiles fueron todas las instancias, enojos y denuestos del engañado tablajero. El del circo se afianzó en aquello de “Debo, no niego; pago, no tengo”, y nada lo movió de ahí. El carnicero, entonces, se decidió a obtener por la fuerza aquello que por las buenas no pudo conseguir. Fue a ver a un abogado y le contó el problema que tenía. Y el licenciado se puso en obra de inmediato.

Mañana continuaré la narración de esta historia verídica, y mañana mismo conocerán los lectores su dramático final.

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