Cosas de Santiago
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Don José María Martínez era el poeta oficial de Santiago Ixcuintla, Nayarit. Asistía todas las noches a una tertulia de señores. Entonces no había luz eléctrica en Santiago, de modo que los contertulios se alumbraban con quinqués. Una de aquellas noches llegó don Chema con retraso, y los demás lo hicieron objeto de chungas y reclamaciones. Enojado, se concentró el poeta y ahí mismo escribió un terceto lapidario con el cual cobró venganza de quienes lo fustigaron:
Sentado en esos sofases,
a la luz de esos quinqueces,
me acordé de sus mamases.
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Había en Santiago un raterillo a quien todos llamaban el Perico, pues su nombre era Pedro. A los recién llegados a Santiago les advertían que se cuidaran del Perico, pues era caco habilidoso: sobresalía en el arte llamado el dos de bastos, consistente en sacar las carteras de los bolsillos valiéndose de los dedos índice y anular.
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Cierto día llegó a Santiago un político de la Ciudad de México, nombrado para fungir de delegado del Partido.
-Tenga cuidado con El Perico −le dijeron−. Es capaz de robarle los calcetines sin quitarle los zapatos.
-A mí el Perico me hace lo que el aire a Juárez −replicó, baladrón, el forastero−. Yo vengo del De Efe. Ahí sí que hay rateros, y nunca me han robado ni la tranquilidad.
-Pues mucho ojo de cualquier manera, licenciado (en aquellos tiempos todos los políticos eran licenciados). Ya le digo que el Perico es capaz de sacarle un calcetín sin quitarle el zapato.
Se habían puesto de acuerdo los pícaros santiagueros para jugarle una broma al visitante. Por eso le repetían una y otra vez aquello del arte de Perico para robar calcetines sin quitar zapatos. Ya bien sembrada la idea invitaron al señor delegado a tomar una cerveza en el restaurante del hotel. En eso entró el famoso Perico, a quien antes habían aleccionado. Al pasar junto a la mesa del fuereño hizo como que se agachaba ante él. Al mismo tiempo uno de los presentes le dio al hombre un leve golpecito en el pie con su bastón.
-¡Ya le robó el Perico un calcetín, licenciado! −dijeron los demás.
Rio con aire de suficiencia el visitante. Pero cuando fue al baño lo siguieron los demás, y ocultamente vieron cómo, creyéndose solo, se levantó la pernera del pantalón y se revisó muy bien el pie para ver si todavía llevaba el calcetín.
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A cierto señor de Santiago le decían “El Chulo”. Llamaba la atención el remoquete, pues ni era guapo el hombre ni era bravo, características ésas que se designan con el calificativo “chulo”. Era, sí, vano y presuntuoso: hacía jactancia de saberlo todo; se las daba de intelectual y de erudito.
Aquel apodo, “El Chulo”, tuvo curioso origen. Una vez alguien pidió en el casino un vaso de vino chianti, pero lo hizo pronunciando la che de la palabra. Aquel señor que digo, con afectado acento, manifestó que en italiano la che se pronuncia como ka: kianti. Aquel que dijera “chianti”, con che, era un supino necio, un ignorante.
-Entonces, don Fulano −dijo con humildad el hombre que había pedido el vino−, ¿sería usted tan amable en darme el chulo?
Y “El Chulo” se le quedó al pedante por todo el resto de sus días.
Y “El Chulo” se le quedó al pedante por todo el resto de sus días.