Pasajeros en la vida: El viaje que ha de acabar
Nuestra mayor bendición como especie es también nuestra mayor desgracia: somos viajeros conscientes de que todo trayecto llega a su fin
Para PPA
La vida es un viaje. Y aunque nos gusta imaginar que estamos al mando, en realidad la mayoría de las veces somos simples pasajeros. Nuestras decisiones afectan el curso de nuestra vida, claro está, pero nadie puede decidir nada fuera de su alcance. Las alternativas reales son sólo aquellas que aparecen como opción en una situación concreta. No podemos elegir algo cuya existencia ignoramos porque, en estricto sentido, ni siquiera existe como tal.
A menudo se malinterpreta el famoso “yo soy yo y mis circunstancias”, de Ortega y Gasset. Desde nuestra visión individualista, tendemos a pensar que el “yo” y “las circunstancias” son entidades separadas. Sin embargo, Ortega y Gasset nos invita a comprender la inseparabilidad de ese binomio: todo “yo” está irremediablemente inmerso en unas circunstancias concretas; sin ellas, el “yo” se pierde en la nada. Es como cuando despertamos y notamos que hemos estado dormidos sin soñar: todo desaparece, incluso nosotros mismos. Así, si nos encontramos, lo hacemos siempre dentro de unas circunstancias específicas.
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Durante la vida, esas circunstancias cambian. A veces, las transformaciones son lentas y sutiles; otras, son abruptas y notorias. Un día, por ejemplo, descubres que vas a tener un hijo, que serás padre por primera vez, y la sacudida es brutal, sobre todo si no estaba en tus planes. Los grandes acontecimientos que marcan nuestra existencia llegan acompañados de nuevas circunstancias que redefinen nuestro “yo”. No es sólo que las circunstancias cambien; es toda nuestra existencia la que se transforma.
Tal vez aquí debería decir que la vida se parece más a múltiples viajes que a uno único y lineal. O quizá sí sea un sólo viaje, pero compuesto por distintos destinos y caminos. Cada cambio drástico de circunstancias es como iniciar una nueva vida. Digo “como” porque, salvo en el caso del nacimiento, cada inicio trae consigo la carga de lo ya vivido. Y es desde esa base de lo sido que emerge ese nuevo “ser-siendo” que somos en cada etapa.
Nuestra mayor bendición como especie es también nuestra mayor desgracia: somos viajeros conscientes de que todo trayecto llega a su fin. En algún momento, más cercano o lejano, abandonaremos el navío. Este tema, aunque incómodo, nos recuerda que lo más elemental para la vida está fuera de nuestro control. Evitamos hablar de ello, pero lo sabemos, y tal vez nos asusta. Sin embargo, esto no altera la única verdad absoluta: la muerte.
Con el tiempo, acumulamos experiencias que nos hacen conscientes de nuestra vulnerabilidad. Cargamos con las muertes de otros, enfermamos o sufrimos percances, y reconocemos que algún día llegará el último. Paradójicamente, lo que no nos mata nos fortalece, pues nos enseña a aceptar nuestra condición de pasajeros. Aunque tengamos poco control, ese pequeño margen es suficiente si entendemos su verdadero valor: la posibilidad de aprovechar la vida mientras aún hay tiempo.
Vivimos siempre bajo la circunstancia de morir, aunque no siempre percibimos la proximidad de ese destino. Si no supiéramos que ese es nuestro rumbo, no experimentaríamos angustia. Pero sin esa conciencia, la vida perdería sentido, cayendo en esa nada del dormir sin sueños. Así, todo viaje posible terminaría antes de haber siquiera comenzado.