Hace unos años fui invitado a ser padrino de bautizo de un niño. De cien he sido ya: cada criatura que uno lleva a cristianar, dice la piadosa conseja, es un peldaño para subir al Cielo. Yo necesito muchos, y más porque siento que voy subiendo por una escalera eléctrica que baja.
El bautizo, colectivo, fue en la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Antes del sacramento dos lindas monjitas, sus hábitos tan blancos y tan limpios como su alma, nos reunieron a padres y padrinos en un vasto salón a fin de recordarnos las eternas verdades de la fe.
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¡Qué dulces suenan las teologías en boca de monjita! En esos labios de virgen podrían florecer hasta las arideces de Tomás de Aquino. Las palabras de las hermanas, humildes como ellas, me iban cayendo como blancos guijarros que una niña tirara al fondo de un pozo de oscuras aguas legamosas.
No hay que decir chismes ni murmurar del prójimo, nos dijo una de las santas predicadoras. Y contó un “ejemplo’’. Cierta mala mujer le levantó un falso testimonio a su honrada vecina. Cuando se fue a confesar, por Pascua Florida, le confesó su pecado al sacerdote.
-De penitencia -le dijo éste- subirás al campanario de la iglesia con un costal de plumas, y desde arriba las echarás al viento.
-¡Qué fácil penitencia! -se alegró socarrona, la mujer.
-No he acabado -continuó el sacerdote-. Después las recogerás una por una hasta que el costal quede lleno otra vez.
Así es la calumnia, explicó la monjita, como un saco de plumas que arrojamos al aire y que luego es imposible recoger.
Nos hicieron recordar las catequistas los Diez Mandamientos de la Ley de Dios. Los cinco de la Iglesia que aprendí de los padres de San Juan -“Pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios”, y los demás- ya nadie los recuerda. Pero del Decálogo sí nos acordamos todos. ¿Cómo podemos quebrantar los Mandamientos si no los sabemos de memoria? Al hacernos repasar uno por uno los preceptos, como a escolares que recitaran las tablas de multiplicación, las madrecitas que en aquel día de bautizo nos explicaron los mandamientos me hicieron pensar en una mamá que aprovechara el momento de bañar a su hijo para darle buenos consejos.
En ese preciso instante irrumpió la vida en aquel salón. Estaba diciendo la monjita que debemos aprender a interpretar las leyes divinas. Por ejemplo: el séptimo mandamiento, “No robar’’, no se refiere solamente al robo de cosas o dinero. Un marido que llega tarde a casa le roba la tranquilidad a su señora. Un maestro que falta a sus clases o no las prepara bien les roba saber a sus alumnos.
-Lo mismo sucede con el quinto mandamiento -dijo la hermana-. Ordena “No matar”. Todos pensamos que se refiere a dar muerte a una persona...
Pienso que la monjita iba a decir en seguida que nadie de los que estábamos ahí había matado a un ser humano, pero que a lo mejor habíamos matado la fe de alguien, o su buen nombre, o algo así. Para explicar eso preguntó alegremente, segura de la general respuesta negativa:
-A ver: ¿quién de aquí ha matado a alguien?
Y fue entonces cuando la vida escribió su cuento para mí. En la tercera fila una mujer alzó la mano. No dijo nada. Dócil, con la mansedumbre de quien ha oído que a una persona de la Iglesia no se le debe ocultar nada, ella levantó la mano delante de las doscientas almas ahí presentes. Lo hizo con serenidad, sin turbarse, segura de que todos los que nos hallábamos ahí estábamos en calidad de eso, de almas, y que por tanto no corría ni siquiera el mínimo peligro de la murmuración. Se hizo un hondo silencio. La monjita se turbó toda. Y entonces la vida puso una línea de humor a fin de resolver la situación:
-Bueno, -dijo la madre como quitándole importancia a la cuestión-. Sí hay aquí quien ha matado, pero es nada más una persona.
Y luego nos pidió que pasáramos todos a la iglesia.
Yo creo que a lo mejor así será el Juicio Final. Estará ahí el Supremo Juez, y a su lado San Miguel, que pesará las obras buenas y malas de los hombres en una balanza. Así se le representaba en el siglo XIII, sin arreos militares todavía. Juntos a ellos estarán las catorce beatitudes: siete las del cuerpo, y las del alma siete: Belleza, Agilidad, Fuerza, Libertad, Salud, Voluntad y Longevidad las corporales; Sabiduría, Amistad, Concordia, Honor, Poder, Paz y Alegría las pertenecientes al espíritu. Preguntará el Señor quién ha pecado, y todos a una levantaremos la mano. Se turbará Él un poco, y dirá luego:
-Bueno, sí hay aquí quien ha pecado, pero es nada más una persona: el Hombre.
Así dirá, y luego nos pedirá que entremos todos en Su casa.
Que así sea.