Platillos posmodernos II: El neomexicanismo en la escena artística de los años 80

Opinión
/ 21 agosto 2023
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Para seguir con nuestro menú posmoderno, ya que degustamos el (espectacularmente amargo) capitalismo tardío de Jameson como entrada, que abrió el tema del pastiche, la cita estilística descontextualizada y el arte como mercancía. Ahora presento como plato principal al neomexicanismo y su ascenso en los años 80 del siglo pasado en la escena artística mexicana, en primera instancia, y posteriormente en la escena internacional. Se trata de un plato en dos tiempos, cuyos ingredientes me gustaría detallar para seguir situando lo que se entiende por posmodernidad, particularmente en México.

Cuando se habla de posmodernidad es común citar como fundador del término al francés Jean-François Lyotard, autor de La condición posmoderna (1979), quien lo define como “una incredulidad hacia las metanarrativas” (por ejemplo, el cristianismo, el marxismo o la razón). Frente a él y a modo de respuesta-debate, el alemán Jürgen Habermas plantea que la modernidad es un proyecto inacabado, de ahí que se generen continuadores, detractores y escépticos frente a este (supuesto) fin. Otro filósofo francés, Jean Baudrillard, plantea que tanto modernidad como posmodernidad se establecen a partir de un discurso, así que podemos esperar diferencias entre quienes lo han estudiado.

En el caso del arte mexicano, el neomexicanismo caracteriza sólo una corriente de la posmodernidad, misma que no fue una tendencia homogénea y su primera versión suele confundirse con la apropiación que de ella realizó el salinismo (1988-1994) en los 90, convirtiéndola en la visión hegemónica acorde al discurso estatal, para mostrar a un México grandioso de continuidades históricas, orgulloso de su “modernidad”. Es por ello que los revivals, la fragmentación, y el uso de símbolos patrios o religiosos como la bandera o el Sagrado Corazón, o de las monografías escolares, tropicalizaron el influjo europeo de una posmodernidad que también se dedicó a explorar de manera relevante la identidad de género.

No sólo fue favorecida la pintura sobre otras manifestaciones como el performance, sino que se le etiquetó como una revalorización de la cultura mexicana. No obstante, la ironía de las primeras obras de Enrique Guzmán y Javier de la Garza no era complaciente, si bien no llegaba a establecerse tampoco en el extremo del sarcasmo. Más contundente era la apropiación de estos símbolos por parte de artistas que de forma explícita exponían su identidad homosexual enfundados en banderas, como Nahum Zenil y Julio Galán.

Y a propósito de Julio Galán (icono que va que vuela a comodificarse como Frida Kahlo) con su exposición MARCO en Monterrey, es obligado revisitarlo, no sin antes mencionar -a manera de válida digresión- que la exposición en el Centro de las Artes en Monterrey en 2016, aunque menos extensa, fue la muestra más exquisita del talento y las exploraciones en torno a la pintura y a su identidad que he visto de ese autor coahuilense. La actual no me entusiasmó, pero quienes se la perdieron al menos pueden disfrutar de un pintor en toda la extensión de la palabra, independientemente de sus excentricidades que, como Warhol, ya son parte de su “marca”.

También ha habido exposiciones revisionistas de estos temas. El Museo de Arte Moderno en la Ciudad de México realizó en 2011 la que justamente llamó ¿Neomexicanismos? Ficciones identitarias en el México de los ochenta. El propio título apunta al aspecto discursivo de su nombre, enmarcado en la posmodernidad que inaugura la era del simulacro artístico en los medios de comunicación masiva. Y al poner en duda el propio nombre, entre signos de interrogación, permite observarlo con la misma ironía con la que nació.

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