Abril tiene nombre de muchacha
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Hoy termina abril. Relataré por eso algo que me acaba de suceder. Poco antes de que se desatara la epidemia viajé a Guadalajara. Participé en un encuentro juvenil llamado Valores y liderazgo, organizado por la Universidad. Fui presentado como analista político, lo cual me puso muy nervioso. Me siento más tranquilo cuando me anuncian como “humorista y humanista”.
La universidad jalisciense tiene en Guadalajara un hermoso campus, lleno de árboles en crecimiento y de muchachos en el mismo trance. Me invitaron a recorrerlo. Debería yo cobrar extra por esos recorridos. Hace unos años, en Toluca, di una conferencia a los trabajadores de una fábrica de Vitro en la cual se hacen botellas. Me pusieron una especie de abrigo de material duro que pesaba 10 ó 12 kilos; me hicieron ponerme unas botas con las cuales apenas podía dar paso, y luego me encasquetaron un enorme casco de bombero. Con eso, unos lentes de aviador de la Segunda Guerra y unos tapones para las orejas me llevaron a conocer la planta. Tuve que trepar por una escalera de 10 metros como las que hay en los teatros para llegar a la tramoya, que suben verticalmente por la pared. ¡Yo, que sufro de terror a las alturas! Ciertamente mi acrofobia no es tan fuerte como la de un amigo mío que dice que se marea hasta cuando está encima de su señora, pero de cualquier modo la altura me da miedo.
El caso es que subí por aquella escalera hasta llegar a un vertiginoso pasadizo cuyo barandal me daba apenas un poco más arriba de las rodillas, y además con piso resbaloso. Por ahí me hicieron caminar hasta un gran tubo junto al cual me pusieron, y me pidieron a señas que apretara un botón. Hice tal cosa -había perdido la capacidad de razonar-; se produjo un horrísono fragor como el de mil cañones que dispararan al mismo tiempo y salió de la tal boca un gran chorro de vidrio fundido, rojo como lava y ardiente como vaho del demonio. La catarata de encendido vidrio me pasó a dos milímetros del rostro. Estoy exagerando, lo confieso: fue a dos centímetros.
Casi caí por el susto. No tenía de dónde agarrarme más que del chorro. Y eso de nada habría servido. Ahí me tuvieron, como en el infierno, varios minutos que me parecieron una eternidad. Caía sobre mí un diluvio de chispas que me habrían dejado pelón de no ser por el casco. Me acordé de mi mamá, cuando me hacía menear la cajeta de membrillo, y me acordé también de las mamás de quienes ahí me habían llevado, aunque, la verdad, esas señoras jamás me hicieron menear cajeta alguna.
Terminó por fin aquel suplicio. Como Dios me dio a entender bajé por aquella espantosa escalera que todavía veo en mis pesadillas de vez en cuando. Más muerto que vivo llegué a la oficina del gerente.
-Bueno, licenciado -me preguntó- ¿cuánto le debemos?
-Mire usted -le respondí-. De la conferencia es tanto. Y tanto –20 veces más- por la visita a la planta.
Pero iba a hablar de otro recorrido, el que hice por aquel campus de la universidad tapatía. Se me acercó un grupo de muchachas y muchachos que querían mi autógrafo. Eso de que me pidan autógrafos siempre me sorprende, y me aturrulla siempre.
-¿Cómo te llamas? -le pregunté a una de las chicas que pedía mi firma. Me respondió:
-Abril.
Escribí en su cuaderno: “Para Abril, de Diciembre”.
Vio ella lo que escribí y se rio. Mostró el autógrafo a sus compañeros, y ellos rieron también. ¿Por qué?