Café Montaigne 104

Politicón
/ 29 junio 2019
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¿Cómo escribe usted, señor lector, tiene algún mantra en especial? ¿Escucha música o en completo silencio? ¿Bebe agua o ron a un lado? Todo contamina a todo. Es difícil encontrar en este tiempo “algo” lo cual sea químicamente puro. Las fronteras se van diluyendo y queda un inmenso espacio para la pregunta, el cuestionamiento y la duda. El escritor se nutre de la pintura, el pintor se nutre de la música y el músico abreva de las aguas de la literatura. Uno influye en lo otro. Los géneros se han abolido, no hay fronteras. Hay influencias y vecindades. Para el auténtico artista, la pintura, la literatura y la música forman una sola parcela de ese continente llamado cultura. ¿Quién no lo sabe? “Los Cantares” de Ezra Pound se inician con el ruido del mar y el golpeteo de unos remos en el agua; sus fragmentos finales evocan casas tranquilas, la quietud de la naturaleza y el silencio de las montañas.

Por su parte, el monstruo de Aracataca, Gabriel García Márquez, en sus leídas memorias “Vivir para Contarla”, dio cuenta de su estrecha relación, cercanía, gozo, pasión e influencia de la música en su literatura: “En México, mientras escribía ‘Cien años de Soledad’ –entre 1965 y 1966– sólo tuve dos discos que se gastaron de tanto ser oídos: los “Preludios” de Debussy y “Qué noche la de Aquel Día”, de los Beatles… Con el tiempo y las posibilidades de tener buena música en casa, aprendí a escribir con un fondo musical acorde con lo que escribo. Los nocturnos de Chopin para los episodios reposados, o los sextetos de Brahms para las tardes felices… En los años en que evoco estas memorias he logrado el milagro de que ninguna clase de música me estorbe para escribir, aunque tal vez no sea consciente de otras virtudes, pues la mayor sorpresa me la dieron dos músicos catalanes, muy jóvenes y acuciosos, que creían haber descubierto afinidades sorprendentes entre ‘El Otoño del Patriarca’, mi sexta novela, y el ‘Tercer Concierto para Piano’, de Béla Bartók”.

El Gabo rematará el párrafo aleccionador de la siguiente manera: “Es cierto que lo escuchaba sin misericordia mientras escribía, porque me creaba un estado de ánimo muy especial y un poco extraño, pero nunca pensé que hubiera podido influirme hasta el punto de que se notara en mi escritura”. Esta contaminación, esta influencia entre disciplinas artísticas vienen a tono por lo siguiente, lo cual ahora cuento a trompicones: hace poco escuchando a un buen amigo el cual acaba de regresar de un viaje de paseo por Portugal y otros países europeos, a la par de enseñarme fotografías de sus andanzas y platicarme de palacios, templos, librerías y restaurantes visitados, me contó de haber estado en Cintra, lugar elegido y bautizado por el poeta inglés Lord Byron como el mejor “lugar del universo”. Y usted lo sabe, de Portugal es uno de los más grandes poetas: Fernando Pessoa y sus heterónimos.

ESQUINA-BAJAN

Cuando terminamos la amena charla y remembranza de sus andanzas, un recuerdo perdido o un recuerdo falso, como dijo alguna vez Jorge Luis Borges, empezó a taladrar mi precaria memoria. De Portugal me faltaba una pieza, ¿pero cuál? No, no eran “Las Luisiadas” de Luis de Camoes, ni tampoco era el caso de José Saramago, quien dejaría Portugal para vivir en un exilio florido en España y comprar su propia isla para leer y escribir: Lanzarote. Días pasaron y ese “recuerdo falso” se convirtió en algo tangible: reacomodando mis discos, di con tres CD’s los cuales estaban en el fondo de una caja de madera donde he acomodado un montón de ellos. Eran tres discos de la reina del fado, la mismísima Amalia Rodrigues (1920-1999). No un recuerdo falso el cual engañaba a mi memoria, sino una “tempestad de hermosura” para decirlo en un verso de Francisco de Quevedo.

Sí, era la pieza faltante en mi muy personal recuerdo de Portugal, país al cual no he ido y creo jamás iré. Pero el cual sí conozco y amo por la voz de sus escritores y cantantes, en este caso, cantantes y artistas reducidos a una sola persona, englobados en una sola persona: la voz de la saudade, la voz de la mezzosoprano Amalia Rodrigues. Su tristeza era del tamaño de su fuego interno. Su cólera se evaporaba al cantar eso llamado fado, música del arrabal, música del obrero, del hombre y la mujer de mercado; música de los barrios marginados de Portugal, la cual ella y nadie más elevó a categoría de clasicismo. En su momento se presentó en el mismísimo “Festival Internacional de Edimburgo” (1962).

Ignorada en su país en su época de esplendor, Amalia Rodrígues fue llenando teatros alrededor del mundo y grabó la mayor parte de su discografía en Brasil. La reina del fado cantaba con un puñal atravesando su corazón, sí, justo como mis otros dos dolores los cuales llevo como rosario o escapulario en mi cartera: María Dolores Pradera y Dolores O’Riordan. He escuchado los tres discos una y otra vez. Su tristeza es eterna. Ella misma y en una entrevista lo dijo: “soy una máquina de coser tristezas”. El reconocimiento el cual se le resistía y escatimaba en su país natal, era recompensado en todo el mundo donde los públicos embelesados se rendían ante la letra de sus canciones y el embrujo de su voz: el fuego le venía de una llamarada interna, de un relámpago el cual la bendecía: la vida misma. Voy leyendo de sus grabaciones, más de 150 discos, de los cuales sólo tengo tres. Pero para mi fortuna son de sus mejores grabaciones: “Segredo”, “Uma Casa Portuguesa” y, claro, tal vez el mejor, “Com que voz”. Pájaro entregado a su canto, Amalia tuvo tres o cuatro intentos de suicidio. Ahora por amor, ahora por impulso, ahora por enfermedad. Cantaba con un puñal atravesado en su pecho. De apenas un metro y cincuenta y tantos centímetros de estatura, su voz y su presencia eran un torbellino de energía en el escenario.

LETRAS MINÚSCULAS

Voy reclutando la siguiente ficha: el disco “Amalia Canta Luis de Camoes”. Pago cualquier precio si usted lo tiene, señor lector…

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