Cómo pueden influir las universidades en la democracia

Politicón
/ 5 septiembre 2017

Las sociedades democráticas esperan de sus universidades propuestas que las beneficien como parte de un pacto implícito. La sociedad asume que los recursos destinados a sus universidades serán utilizados para educar bien a sus hijos, para que realicen investigación y para que puedan generar y difundir nuevos conocimientos. Pero también para que contribuyan a la solución de los problemas que las agobian.

La relación entre universidad y democracia es más compleja de lo que parece. Cuando una democracia atraviesa por situaciones inciertas, las expectativas que se tienen sobre sus universidades pueden crecer o decrecer. Mucho dependerá de si, ante la falta de confianza en otras instituciones (que la propia incertidumbre genera), la sociedad aún confía en los espacios universitarios o si estos se deterioran junto con los otros.

Con frecuencia ocurre que, es en la academia, desde donde pueden escucharse voces más libres y construirse opciones de solución cualitativamente distintas para muchos de los problemas que nos afectan, sobre todo cuando estos han sido rigurosamente investigados y discutidos a la luz del análisis colegiado, propio de las universidades. Son mecanismos radicalmente diferentes a los que operan en los círculos burocráticos del poder, donde lo que imperan son las reflexiones endogámicas, subordinadas a la jerarquía de las estructuras gubernamentales.

La idea de los gobiernos de coalición es un buen ejemplo. El tema ha sido analizado y discutido en la UNAM desde hace muchos años. Yo se lo escuché por vez primera a Jorge Carpizo. Las coaliciones son un asunto de voluntades políticas, sostenía con vehemencia (y sobrada razón). Ahora, el tema lo retoman de nuevo los partidos políticos ante la cercanía de las elecciones y la inminente fragmentación del voto. Se ha vuelto un discurso políticamente correcto (y esperanzador para algunos) aunque ciertamente confuso. Cada quien interpreta el tema a su buen saber y entender, o a su conveniencia. Yo dudo que las coaliciones de gobierno a nivel federal se lleven a la práctica, porque no existe justo lo que decía Carpizo: voluntad política. Ante a la tentación del poder no es fácil ceder el lugar.

Otros temas, igualmente oportunos, han sido también analizados a fondo en espacios universitarios. La relación entre el Estado, el mercado y la sociedad, por ejemplo. Viene a cuento porque, en esta triada indisoluble, el discurso analítico derivado del estudio y no solo de la preferencia personal, puede ayudar a entender mejor esa compleja ecuación. Lo que diferencia a unos regímenes de otros (izquierdas y/o derechas, aunque algunos insistan en que estas diferencias ya no existen), es el énfasis que le pongan a una de esas variables en relación con las otras dos. Podría ser tema de debate entre candidatos en México si los partidos quisieran elevar el nivel de la contienda. Lo dudo.

El asunto es de particular relevancia si analizamos lo ocurrido en los últimos tiempos. Para muchos, en las sociedades consideradas como más avanzadas, tuvo más peso el mercado. No obstante, con el tiempo, esa elección ya no pareció tan favorable. El Estado subordinó los intereses sociales a los del mercado y los ciudadanos se hartaron. El resultado fue el reclamo airado a los gobiernos y, en algunos casos, el arribo del populismo. La gente exige, con razón, mayor atención a sus demandas. Al diablo con las élites. Pero también es un hecho que, cuando hay buenos servicios públicos y estos no se usan con fines clientelares, las tensiones sociales disminuyen. La mejor muestra de ello está en los países nórdicos.

La política sobre el crecimiento económico sigue siendo, para muchos lo más importante. Y puede que lo sea. El discurso es persuasivo: si no creces, no tendrás que distribuir. El problema en México es que crecemos poco y lo distribuimos muy mal. Les toca siempre a los mismos. Ni siquiera crece la inversión en los rubros que más podrían impactar la productividad del país: la investigación científica, la innovación y el desarrollo tecnológico, por ejemplo. Ya no digamos la cultura. Y pues ahí están, justamente para eso, las universidades.

La demanda ciudadana es conocer las propuestas de los partidos y/o sus candidatos. De ahí la proclama que pocas veces se cumple: primero el programa. Lo que por lo pronto predomina en nuestro país es el espectáculo: las descalificaciones, las puyas internas, las cifras alegres, la retórica hueca. Hay que esgrimir los argumentos que le den sustento al debate. ¿Por qué no hemos sido capaces de incorporarnos a la economía del conocimiento, por ejemplo? ¿Será porque nuestro modelo educativo no está generando el tipo de profesionales con el perfil necesario para impulsar proyectos propios de la sociedad del conocimiento? Cierto, hay algunas excepciones, se reconocen precisamente por eso.

Sin educación no hay conocimiento y sin conocimiento no hay desarrollo. Para que haya desarrollo hace falta el conocimiento y el conocimiento depende de la educación. Preocupa ver a las universidades estar insuficientemente vinculadas al proceso de desarrollo y ausentes de la discusión democrática. Y cuando esta se empieza a dar en algunos espacios políticos progresistas, más críticos (no los del aplauso obligado), no faltan las voces oficiosas que pretenden descalificarlas. Pienso que hay que recuperar, en voz alta, las ideas de las y los académicos para nutrir el debate público. Ganaría en credibilidad y contenidos. Nos vendría bien a todos escuchar más a las universidades.

El gran impacto de las redes sociales en la vida democrática ha sido el del reclamo de una mayor participación social de manera directa. Lo que los jóvenes demandan es más participar, sí, pero sin intermediarios, sin pasar por el embudo de los partidos políticos. Creen cada vez menos en la democracia representativa. Razones no les faltan. Los representantes populares han perdido vigencia, carecen de autoridad moral. A nuestra democracia le urge recuperar credibilidad.

Si la gran demanda de nuestro tiempo es la participación democrática directa entonces las preguntas serían: ¿Cómo canalizar esa participación? ¿Cómo institucionalizarla? Porque algo me queda claro: la plaza pública no va a reemplazar al Congreso. ¿Habría que pensar en un nuevo sistema de representación? ¿Cuál podría ser esa nueva institucionalidad? No encuentro un mejor lugar para analizar estos temas que en las universidades.

La participación social expresada en tiempo real es la expresión contundente del impacto que ha tenido la tecnología en la vida democrática. Es lo que subyace en la relación de las redes sociales con la situación política y social de una comunidad, pero también con sus posibilidades reales de un desarrollo compartido, más justo, más parejo. Toda esa energía de participación social tiene que aprovecharse de una manera más productiva. La nueva conciencia cívica, emanada de todos estos cambios tan acelerados, ha rebasado la confianza que inspiraban las instituciones tradicionales. La universidad no puede quedarse atrás. No creo equivocarme si sostengo que es en el seno de la comunidad plural, autónoma y disímbola de las universidades, donde puede forjarse mejor ese anhelado destino de dignidad individual y colectiva, desde donde se pueden diseñar nuevos proyectos y recrear espacios que nos den mayor certidumbre y confianza a todos.

Ex Rector de la UNAM

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