El gavilán y las pollonas

Politicón
/ 24 julio 2020

En Oaxaca fui a la pequeña tienda de artículos religiosos que está junto al convento de Santo Domingo, y compré algunas cosas. Cuando iba a pagar me dijo la encargada:

-Usted es sacerdote ¿verdad?

-No, -respondí-. ¿Por qué piensa que lo soy?

-Porque parece padre -me dijo la muchacha.

Debí haberle dicho que sí lo era. De ese modo su error no le habría dado pena, y yo me habría beneficiado con el jugoso descuento que -demasiado tarde me enteré- se hace ahí a los sacerdotes.

No sé si es ese aspecto y voz de cura lo que hace que en mis andanzas por la República –en receso ahora por la pandemia- muchas personas me tomen por su confidente y me cuenten cosas que rara vez se cuentan. O quizá se franquean conmigo porque saben que no nos volveremos a ver, y siempre es bueno descargar el pecho, aunque sea en un extraño. Así, no es raro que con frecuencia vuelva a casa llevando en mi bagaje una historia peregrina.

La última la oí en Tepic. Ahí hay una colonia que se llama Menchaca, el mismo nombre de un ingenio azucarero de mucha tradición en el lugar. Sucede que los vecinos de esa colonia están muy preocupados, pues se ha establecido en ella un seductor, una moderna especie de don Juan. Sin embargo los desasosegados vecinos no dicen:

-Cuidemos a nuestras hijas.

Dicen:

-Cuidemos a nuestras mamás.

Sucede que el dicho galán se especializa en señoras ya maduras, generalmente viudas. No las busca para quitarles el dinero. Al contrario: con ellas comparte el suyo generosamente. Las busca, sí, para gozar los pedacitos buenos que todavía les quedan a las señoras, y las despide luego, no sin antes darles una especie de indemnización, pago de marcha o liquidación. El trato con cada una de ellas dura dos o tres meses a lo más. El hombre lleva a su casa su nueva adquisición; hace con ella vida marital durante el tiempo dicho, y luego se despide de la señora, pues otra encontró ya para ocupar su sitio. A la que se va le entrega una generosa cantidad que -dice con caballerosidad perfecta- no es un pago, sino “una pequeña compensación que de ninguna manera corresponde a lo mucho que recibí de ti”. Todas, oí decir, toman el dinero y se van muy contentas, y hasta agradecidas.

El hombre es sesentón, pero, según se sabe por las damas que lo han tratado, conserva incólumes las facultades de la juventud. Llegó de “el otro lado”; viste bien, a la usanza vaquera, con botas de punta y sombrero texano; goza de completa salud; tiene elegantes modos; no es de mal ver -algunas dicen que les recuerda a JR, el de la serie “Dallas”-, y trata bien a todas sus mujeres. Con las muchachas no se mete, aunque más de una se le ha insinuado por interés de la jugosa gratificación que suele dar a sus amigas que se van.

Los hijos de señoras viudas andan desazonados, y las hijas más. Temen que su santa madrecita vaya a caer en manos -y en piernas y todo lo demás- del inquietante seductor, faltando así a la memoria del difunto. Si la señora les dice que va a salir, le preguntan llenos de alarma: “¿A dónde vas, mamá?”, “¿Con quién?”, y: “¿A qué horas vas a regresar?”, como hacen los papás de las quinceañeras.

Yo admiro a ese extraño Casanova, y si lo conociera lo felicitaría. No sufre la malhadada suerte de aquel pobre señor que se lamentaba a propósito de las mujeres: “Cuando tenía qué echarles no tenía qué darles, y ahora que tengo qué darles no tengo qué echarles”. El hombre de la Colonia Menchaca tiene las dos cositas, bendito sea Dios. Por eso pone a los pollos en trance de cuidar a las gallinas. ¡Qué revuelto anda el mundo, válganos Dios!

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