El obispo y el congal

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Dos amigos se encontraron después de cierto tiempo de no verse. Uno de ellos se miraba próspero, boyante.
-Puse un burdel –le contó al otro–. Me va muy bien, porque en mi establecimiento un hombre puede encontrar lo que desee: si quiere una mujer le ofrecemos una mujer; si quiere un hombre ponemos a su disposición un hombre, y lo mismo si quiere un gay.
-Caramba –se admiró el otro–. Debes tener mucho personal.
-Apenas estamos empezando –respondió el tipo–. Ahorita somos nada más mi esposa y yo.
La palabra “congal” suena muy feo. Quizá sería más propio decir casa de lenocinio, prostíbulo, mancebía, burdel, zumbido, ramería o lupanar. Pero el término “congal” está reconocido ya por la Academia, que lo registra en su profuso lexicón como mexicanismo.
Pues bien: hoy narraré la historia de un congal que nunca llegó a serlo. El caso es verdadero. Destaco esa circunstancia porque yo me resisto siempre a escribir acerca de casos verdaderos. Ni cuando era reportero de noticias las escribía conforme a la realidad, pues ésta me parecía muy aburrida. Les hacía fantásticas añadiduras sacadas de la imaginación. Así las hacía más interesantes. Si el jefe de redacción me reprochaba eso le contestaba:
-Así la nota tiene más color.
Voy a mi historia. En cierto lugar del occidente mexicano un individuo de mala fama estableció un congal. El suceso causó mucho revuelo, pues el dicho lugar jamás había conocido un sitio de ésos. Ni siquiera tenía un motel de los que antes se llamaban “de paso”, y que ahora se nombran “de corta estancia” o “de pago por evento”. Así, el señor obispo –porque es de saberse que aquella ciudad tenía obispo– se determinó a hacerle la guerra al pecaminoso establecimiento. Había leído la Cartilla Moral de don Alfonso Reyes, recomendada por López Obrador, y quiso ponerla en práctica.
Habló con el alcalde, pero el munícipe, de perversa inspiración neoliberal, invocó la globalización y la libertad de comercio.
Entonces el señor obispo hizo viaje especial a la capital del Estado y habló con el gobernador, que era panista. Le dijo que en tiempos del priismo las autoridades jamás habían permitido que en la sede de su diócesis se estableciera un lupanar. ¿Cómo era posible que ahora el llamado “partido de la gente decente” propiciara que hubiese tales casas donde jamás habían existido?
El gobernador intentó responder. Habló tímidamente de la necesidad de combatir el desempleo. Pero el señor obispo se mantuvo en sus trece, que en él eran más de veintiséis, pues tenía firme carácter, y se volvía roca inconmovible cuando se trataba de proteger a sus ovejas de los embates del mundo, el demonio y la carne. Sobre todo de esta última.
Al gobernador no le quedó más remedio que ordenar el cierre de la mancebía. Llegó el oficio correspondiente, y la autoridad local hubo de darle cumplimiento. El alcalde, para justificarse, le reveló al lenón que la clausura de su establecimiento se debía a manejos del obispo. Mientras ese señor ocupara la sede episcopal seguramente no podría reabrir su negocio.
Suspiró con resignación el individuo. Los lenones también suspiran, no nada más los poetas. Fue y puso en la puerta del congal un gran letrero que decía: CERRADO HASTA NUEVO OBISPO.