Justicia e igualdad
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Te apuesto 100 pesos a que puedo hacerte el amor una hora seguida”. Doña Frigidia, pese a ser poco dada a la intimidad conyugal, conocía bien la capacidad amatoria de su esposo, don Frustracio. Sabía que su promedio de duración era de un minuto. Así, aceptó de buen grado la apuesta. Se llevó a cabo el consabido trance. En esa ocasión el señor se sublimó, y duró un minuto 3 segundos. Quedó muy lejos, ya se ve, de cumplir su propósito. Doña Frigidia le dijo: “Perdiste la apuesta”. “Es cierto –sonrió satisfecho de don Frustracio-. Pero por la módica suma de 100 pesos conseguí que esta noche no me dijeras que te dolía la cabeza”… El visitante llamó a la puerta de la casa. Le abrió una espigada adolescente. Preguntó el hombre: “¿Es ésta la casa de la familia Porras?”. La chica se echó tres maromas hacia atrás y profirió llena de entusiasmo: “¡A la bio, a la bao, a la bim bom ba, Porras, Porras, ra ra ra! Sí,”… Don Birjano fue a confesarse con el padre Arsilio. “Acúsome, padre, de que ayer me pasé toda la noche jugando al póquer”. Le preguntó el buen sacerdote: “¿Ganaste o perdiste?”. “Me fue mal, señor cura –contestó don Birjano, atribulado-. Perdí 5 mil pesos”. “¡Alabado sea el Señor! –exultó el padre Arsilio-. Dale gracias a Dios, hijo. Está tratando de quitarte lo pendejo”… Mis genes me hicieron ser heterosexual. Desde esa condición –que igual pudo ser otra- soy vehemente partidario de la igualdad absoluta de derechos entre las personas homosexuales y las heterosexuales. La preferencia sexual no debe ser motivo de desigualdad ante la ley, pues eso constituye una forma de discriminación que los legisladores no pueden ya admitir. Me ha alegrado ver que últimamente los congresos locales de varios estados han aprobado el matrimonio igualitario, o sea entre personas del mismo sexo, lo cual constituye un avance de consideración en la lucha por conseguir la abolición de prácticas discriminatorias pertenecientes a un pasado que no debe perdurar. Aplaudo –y con ambas manos, para mayor efecto- a las legislaturas de Sinaloa y Baja California, que dieron ese paso adelante en la búsqueda de la justicia y la igualdad… Afrodisio Pitongo, lo conocemos bien, es hombre proclive a la concupiscencia de la carne. No piensa más que en cosas de libídine y lascivia. Invitó a una linda chica a su departamento. Ella pensó que verían la tele, y le preguntó: “¿Tienes cable?”. “¡Caramba! –exclamó el tal Afrodisio-. ¡No sabía que te gusta hacerlo amarrada!”… Vuelven a aparecer aquí Pimp y Nela. Él es proxeneta, rufián o gigoló; ella es su pupila. Llegaron a un pequeño pueblo donde no se les conocía y le pidieron al alcalde licencia para poner un puesto de antojitos. El munícipe no era retrógrado ni retardatario, antes bien profesaba ideas avanzadas. Pensaba que se debe propiciar la libre empresa y estimular el anhelo de los “aspiracionistas” de mejorar su condición. Así, extendió sin mayor trámite el permiso que le solicitaban. Grande fue su sorpresa, por lo tanto, cuando unos días después el gendarme del pueblo le informó que los recién llegados habían establecido un lupanar o ramería, “Congal, para que mejor me entienda usted, señor alcalde” –precisó el jenízaro. De inmediato el edil se apersonó en el establecimiento. Pimp y Nela lo recibieron acompañados por la media docena de señoras que ahí prestaban ya sus servicios. El alcalde reprendió severamente al lenón y a su daifa. “Ustedes me dijeron que iban a poner un negocio de antojitos, y en vez de eso pusieron una casa de prostitutas”. (Con menos letras lo dijo el jefe de la municipalidad). Replicó Pimp, descarado: “¿Y a poco no se le antojan?”… FIN.