La calle en que viví

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Mi calle es la antigua de Santiago, que ahora se llama del General Cepeda. Hace unos días, pese a la pandemia, caminé por ella, y fue como si caminara por mí mismo. Copio a Quevedo y digo, pero al revés, que no hallé cosa en qué poner los ojos que no fuese recuerdo de la vida.
Aquí vivía Elvirita Arocha, en la ventana siempre, esperando la llegada de dos imposibles galanes que su mansa locura había inventado... Esta otra casa, de asistencias, tuvo de huésped a Pablo Valdez Hernández, el autor de “Sentencia” y “Conozco a los dos”... En esta otra vivió muchos años Polo Arizpe, que tenía una forma muy especial de confesarse. Una tía suya, doña María, acostumbraba recibir una vez por semana a cierto sacerdote, jesuita de San Juan Nepomuceno, que se invitaba a sí mismo a comer, y además comía con abundancia y muy a su sabor. Después de la comida, y ya ido el padre, la dueña de la casa hacía comentarios que Polo, niño aún, escuchaba lleno de consternación. Al día siguiente se iba a confesar con ese mismo sacerdote:
-Acúsome, padre, de que mi tía María dice que usted es muy tragón.
Aquí vivía aquella guapa señora -no digo su nombre porque no lo recuerdo, y si lo recordara tampoco lo diría- cuyo marido tenía un empleo de poca monta, pese a lo cual su esposa andaba siempre muy emperifollada, llena de anillos, pulseras, broches, arracadas y toda suerte de requilorios que ponían envidia en las vecinas de modesto pasar. Con esos variados dijes que antes dije salía a la calle aquella dama, y era como un galeón empavesado que navegara entre pobres chalupas chinamperas. No saludaba a nadie, pues bien sabía que todas sus vecinas sabían lo que sabían: que apenas se iba su marido entraban en la casa otros señores, todos tan generoso que por el puro deseo de hacer el bien -nadie piense mal- compartían sus dineros con ella. ¡Bendita sea la Providencia del Señor, que a nadie le falta!
Ignorante de aquellas visitas el marido estaba muy orgulloso, y así lo decía a todos, de las buenas dotes de administración de su mujer. Otros vecinos de la cuadra ganaban más que él, mucho más, y sin embargo sus esposas no andaban tan bien vestidas y adornadas como la suya. Y era que su mujer sabía manejar el gasto, sí señor, y conocía el arte de economizar. Al escuchar aquellos ditirambos los señores asentían solemnemente, mientras las señoras alzaban la vista al cielo y se ponían a contemplar las nubes a fin de no soltar el trapo de la risa. De poca monta era el empleo del pobre hombre, pero su esposa bien que sabía montar.
Calle de General Cepeda... Ahora vivo en otra parte, pero nunca he salido de aquella vieja calle. Por ella deambulan mis fantasmas. Ahí Lucita López, y Mariquita y Octavio, sus hermanos, en el sitio donde ahora se encuentra el excelente Hotel San Miguel. Enfrente se hallaba la casona donde vivió de jovencito el Padre Pro, donde luego estuvo la Casa Maltos. Aquí las Cordero; allá las Peña; de este lado los dos cuartitos que ocupaba Teresita, una anciana de cabellera blanca, vestida siempre de negro, que se habría pasado la vida completamente sola si no es porque -contaba ella, y todos se lo creíamos- la Virgen iba todas las tardes a visitarla para oírla rezar el rosario, así de bonito lo rezaba.
Mi calle... La miro ahora y veo en ella cosas que ya se han ido y que regresan siempre. Me miro yo, de regreso también a mí. Cada uno de nosotros es su casa, su calle, y la gente que en calle y casa vivió ayer. ¿Ayer? No hay tal: la vida de los hombres es tan breve que en ella todo es hoy. Hoy nací; hoy vivo; hoy moriré. Cunas miré en la calle de Santiago; por ella vi pasar cortejos fúnebres. La vida. La eterna vida que seguirá pasando por mi calle aunque por ella ya no pase yo.