La novela de un joven
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El mejor novelista que ha habido es mujer. Se llama vida.
Somerset Maugham, que era gay e inglés, una combinación que se da mucho, escribió un libro cuyo título es “Las 10 mejores novelas del mundo”. Ya no recuerdo todas las que enumeró, pero entre ellas está el Quijote, y están también “La guerra y la paz”, de Tolstoi; “Madame Bovary”, de Flaubert; “Los hermanos Karamazov”, de Dostoiewski; “David Copperfield”, de Dickens... Excelentes novelas todas ésas, debo reconocerlo. Mi admiración a los colegas que las escribieron. Pero aun ellos tendrán que reconocer conmigo -y si no lo hacen en su salud lo hallarán- que el argumento de su mejor novela no supera a las ocurrencias de la vida, que las tiene muchas, y en gran variedad de estilos y colores.
Miren ustedes ésta, por ejemplo. A ver si la mejoran Stendhal o Ernesto Alonso. Dos muchachos nacidos en un pueblito de Galicia cumplieron 17 años, e hicieron lo que hacían todos los muchachos al llegar a esa edad: largarse de su pueblo. Se subieron en un barco que los dejó en Cuba, y ahí en otro que los puso en México.
Trabajaron los dos como forzados en la tienda de un paisano suyo que había hecho fortuna en la Capital. Con un préstamo que les facilitó enviaron a sus casas lo suficiente para comprar su reemplazo en el servicio militar, y al cabo de cinco años regresaron a ver a su mamá y a casarse con las novias que en el pueblo habían dejado. Luego de un mes, tiempo que les bastó a los dos para plantar un hijo en la panza de sus respectivas mujeres, volvieron a América a seguir trabajando.
Pasaron otros 10 años. Cierto día uno de ellos recibió una carta de su esposa. Estaba en venta la casa de José Miñobre, con la leira y el prado de allá abajo. Mejor prado, y mejor tierra de sembradura, y mejor casa no los había en la comarca. Se vendían en tanto y tanto. Con el dinero que había juntado no completaba. Pero con el dinero de su amigo sí, y hasta sobraba. Entonces lo mató.
Los detalles de la muerte no los conoce nadie. Según esto lo asesinó en la calle, tomándolo a puñaladas por la espalda. Aquello pareció un asalto, cosa frecuente en los barrios bajos de la Ciudad de México. Nadie sospechó de él. En la carta en que dio la tristísima noticia a la familia de su amigo puso el dinero que no necesitaba él para la compra. Dejó pasar algunos meses; regresó -ya no quería vivir en el país donde se cometían tan grandes crímenes- y compró la casa de Miñobre, con la leira y el prado.
Se hizo rico trabajando aquellas tierras y las demás que al paso de los años fue adquiriendo. Llegó a alcalde; sus hijos estudiaron en Santiago de Compostela... Dejó de ver a la familia de su amigo. Una vez la viuda le pidió prestado un dinero para sacar del hospital a un hijo que había tenido muy enfermo. Le regaló él la cantidad, y al hacerlo sintió que había saldado la deuda que tenía.
Hace dos meses murió ese hombre, a los 96 años de su edad. En su lecho de muerte confesó el crimen que había cometido, y ordenó que todos sus bienes, todos, fueran entregados a los descendientes de aquel a quien mató. La noticia fue publicada por varios periódicos de España. De ahí tomé yo esta narración firmada por la vida.