Lo que nadie sabía del COVID-19 en México y que permite romper varios mitos
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El Gobierno mexicano habría cumplido con el desafío más relevante que era poner en pie al sistema de salud para atender a las víctimas más graves de la pandemia
La tentación de convertir a la pandemia en bandera para crucificar al gobierno de López Obrador o, por el contrario, motivo para ensalzarlo por la revolucionaria y heroica manera de enfrentarla, habría que someterla al saludable ejercicio de contrastar desempeños contra realidad.
La tarea ha sido compleja por tratarse de un fenómeno inédito y del que el mundo, como un todo, ha ido aprendiendo sobre la marcha. No ha habido una fórmula correcta y otra equivocada de combatir la pandemia porque había demasiadas variables desconocidas en juego. Y si bien el continente americano tuvo la fortuna de afrontar la emergencia casi dos meses más tarde que Europa o Asia, se tradujo en escasa ventaja pues el punto de partida de los sistemas de salud pública en nuestros países tenían años de atraso.
Sin embargo, a ocho meses de distancia comienzan a construirse estadísticas que permiten hacer cortes de caja más allá de las estridencias a las que nos llevan nuestras fobias y filias políticas. Lo que hoy se sabe permite romper varios mitos: primero, el nivel de contagio ha sido exponencialmente mayor al que creíamos o al que reportan las cifras oficiales de cada país. Algo que se intuía, pero hoy podemos por fin dimensionarlo. The Economist esta semana hace un análisis transversal y concluye que el número de contagiados real es siete veces más alto en Estados Unidos que la estadística oficial, en España habría que multiplicar por 10, en Inglaterra por 14, en Suecia por 17, en Rusia por 27, en India por 271. Por desgracia la revista británica no incluye a México, pero podemos asumir que estaríamos más próximos a la situación de Rusia que, al igual que nosotros, prefirió concentrar sus esfuerzos en otros frentes que en el de monitoreo de la población con pruebas clínicas. Sólo por ponerle un número más realista, esto significa que en el caso mexicano habría que multiplicar por 20 o por 30 el número de contagios conocido (721 mil), lo cual supondría que entre 14 y 21 millones de personas habrían contraído el virus hasta ahora, hayan o no tenido síntomas.
Otra manera de acercarse de bulto al tamaño de la pandemia deriva de las investigaciones que se han hecho a población abierta. El reporte de The Economist cita el balance que arrojan 271 encuestas de análisis de sangre realizadas en 19 países en muestras representativas. Proyectadas al conjunto de la población ofrecen un dato brutal: entre seis y 10 por ciento de los seres humanos ya habrían contraído el COVID-19. Para México esto significaría entre 8 y 12 millones de habitantes.
Lo que esta nueva información muestra es que el contagio es muchísimo más vasto de lo que se creía, pero al menos trae aparejada una buena noticia. La letalidad es infinitamente menor. Incluso asumiendo que muchas muertes por error no fueron atribuidas a este virus, el número de fallecidos tendría que ser dividido por una enorme masa de contagiados reales. Las estimaciones para América Latina señalan que el número de muertos por la enfermedad se situaría 50 por ciento por encima de la cifra oficial (75 mil en México). En tal caso estaríamos hablando de que 112 mil compatriotas habrían fallecido por esta causa, a grosso modo, uno de cada 100 personas contagiadas.
Si eso son los datos reales, ¿qué decir de las estrategias para enfrentarlos? Según los expertos hay dos áreas básicas: por un lado, atender a los enfermos graves; por otro, impedir nuevos contagios. A su vez, hay tres medidas para conseguir esto último: 1. Reducir los contactos entre la población (evitar aglomeraciones y buscar diversos grados de confinamiento). 2. Reducir la probabilidad de que los contactos deriven en contagios (propiciar sana distancia, medidas de higiene y de protección como cubrebocas y similares). 3. Reducir el número de contagios que pueda provocar una persona infectada (localizar y propiciar el aislamiento de las personas que han sido contagiadas). Pero en última instancia, retrasar una pandemia sólo evita el colapso del sistema de salud en un momento dado; los contagios no desaparecen hasta que no se consiga una vacuna o se alcance la inmunidad de rebaño. Un confinamiento severo en la primera oleada simplemente se traduce en segundas y terceras oleadas más crudas.
¿Conociendo lo que ahora sabemos, pudo el gobierno mexicano haber hecho algo más? Está claro que la 4T decidió volcar los recursos en atender la primera trinchera de esta guerra: los enfermos. El déficit del sistema de salud para afrontar la crisis obligó a un esfuerzo ingente en la habilitación de camas, hospitales y personal médico. Contra ese objetivo habría que evaluar a López Gatell y los suyos, que en lo general salen bien librados: el sistema nunca se saturó. Se dice fácil, pero no es poca cosa. En cambio el balance es menos favorable respecto al segundo objetivo: atenuar la velocidad de la pandemia. Se optó por una versión ligera de los puntos 1 (confinamiento parcial y voluntario con parálisis de la actividad económica) y 2 (sana distancia y medidas de prevención). Y para ser realistas tampoco es que daba para más. El Estado mexicano no puede evitar que la población se siga matando a razón de 100 por día, mucho menos habría podido hacer cumplir medidas más draconianas a 125 millones de habitantes. Tampoco tenía la capacidad para impulsar el punto 3 (monitorear contagiados y buscar aislarlos), de allí el escaso interés en hacer pruebas a la población.
Otros países no salen mejor librados. Salvo el éxito de las naciones asiáticas, por razones culturales e institucionales imposible de abordar en este espacio, el resto del mundo simplemente retrasó la pandemia a un costo social y económico brutal. Los gobiernos operaron sobre el ensayo y el error y aún lo siguen haciendo. Los rebrotes en España, Inglaterra o Alemania revelan que incluso ahora se habrían precipitado en el manejo de sus semáforos sanitarios, aunque no lo llamen así.
En suma, el Gobierno mexicano habría cumplido con el desafío más relevante que era poner en pie al sistema de salud para atender a las víctimas más graves de la pandemia. Su desempeño para acortar la primera ola de infecciones ha sido menos satisfactoria, incluso asumiendo que hubiera podido hacer algo más significativo que ponerle cubrebocas al Presidente. Si de lo que se trataba era de esperar la inmunización de rebaño, esto no tendría mayores consecuencias porque tarde o temprano vendrán segundas y terceras oleadas: el objetivo era fortalecer un sistema de salud para afrontarlas. Pero esto cambia si aparece pronto una vacuna y evita una tercera oleada, por ejemplo. En tal caso atenuar la pandemia equivale a salvar vidas. Lo dicho, el balance final tendrá que esperar al desenlace de la pandemia; mientras tanto, a seguir operando con recursos escasos e información parcial. Demasiado poco para crucificar o glorificar a una autoridad.