No hables de lo que no has visto, ni condenes lo que no has sentido
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Cada vez que emites un juicio o una crítica, estás enviando algo que terminará por volver a ti
Vivir en el “Aceptar, agradecer y valorar” tanto a uno mismo cómo a los demás, es el punto de partida para generar sentimientos de plenitud y felicidad. Cuando no logramos aceptar nuestras circunstancias ni a nosotros mismos ni a nuestros padres, hijos, o pareja, comenzamos a juzgar interiormente las acciones y las decisiones que toman, cuestionamos su actuar y nos parece fácil hablar de la vida de los demás. Como individuos estamos hechos para relacionarnos y vivir en comunidad, pero aún con esa vocación, los conflictos interpersonales se originan de forma natural cuándo se imponen las propias posturas o se interponen las formas de pensar. Qué lección nos dejó Jesús al decirnos “Quién esté libre de pecado, que tire la primera piedra.” Y es que no hay ser perfecto, y antes de comenzar a señalar, debemos mirar nuestra propia historia. El juzgar y hablar de los demás o de circunstancias que no nos conciernen, nos convierte en seres negativos, poco tolerantes, inflexibles, y nos aleja de nuestra esencia y capacidad para ser compasivos.
Es tan cierto el pensamiento que dice que juzgar a una persona no define quien es, define quién es el que juzga. Lo que hace el pensamiento a través del juicio fragmenta la realizad y crea la ilusión de separación entre tú y cualquier ser humano. Cada juicio y cada crítica destruyen, y suelen hacerse siempre desde la inconsciencia. Desconozco el autor pero coincido con quién escribió esta frase… “Quién desee juzgar mi camino, le invito a ponerse mis zapatos.” Muy seguramente ya en los zapatos propios, podríamos verdaderamente llegar a comprender y ya no podríamos juzgar. No tenemos el derecho de juzgar, calificar, señalar, afirmar, declarar u opinar sobre la historia de otra persona porque no la hemos vivido en carne propia. A medida que trabajemos nuestro respeto hacia otros y dejemos de mirar afuera, seremos más compasivos con los demás y con nosotros mismos.
Pero… ¿Qué pasa cuando nosotros nos sentimos juzgados? Respondemos automáticamente de una forma negativa, a la defensiva, reprimiendo ese sentimiento, liberando nuestra ira a través de gritos, o juzgando a la otra persona. Para nuestra salud emocional, es fundamental comprender que el sentirnos juzgados es responsabilidad nuestra. No podemos culpar a los demás de nuestras propias emociones pero sí debemos reconocer lo que sentimos. La tolerancia, paciencia y el control de nuestra ira, son virtudes y herramientas que pueden ayudarnos a manejarnos de manera más asertiva en situaciones de conflicto. ¿Cuál es mi responsabilidad? Ocuparme de mi propia vida y de mis experiencias, y dejar a los demás vivir las suyas. Podremos saber su nombre pero no su historia, escuchar lo que ha hecho pero desconocer por lo que esa persona ha pasado; podremos saber donde está pero no de donde viene; podremos verla reír pero no saber el sufrimiento que hay en su vida. Criticar es una debilidad humana, pero antes de opinar, pregúntate si es algo positivo o negativo. Proponte ponerte en los zapatos de esa persona.
Cuando no estés de acuerdo en algo, respira y medita, está bien no pensar igual y que cada quien tenga su lado de la historia. Pregúntate ¿Por qué me sentí así? ¿La persona tenía la intención de lastimarme o yo estoy haciendo más grande el problema? ¿Me lo tomé personal? Existen personas que nos juzgarán toda la vida y el trabajo asertivo y efectivo no consiste en cambiar a los demás, sino en creer en nosotros mismos, cambiar nuestra forma de ver las cosas y nuestros patrones de pensamiento, dejar de juzgar en cada momento a los demás, y manejar nuestras emociones de manera efectiva cuándo nos sentimos juzgados. Si pudiéramos mirar al otro con el corazón y entender los desafíos a los que cada uno se enfrenta a diario, nos trataríamos con un mayor amor, tolerancia, amabilidad y paciencia. Pidámosle a Dios nos ayude a mirar con sus ojos, no con los nuestros.