No se trata de que seamos amigos, se trata de que nos respetemos
COMPARTIR
TEMAS
El ser humano debe de distinguirse de los demás seres vivos por su capacidad de raciocinio, eso es lo que se espera. Sin embargo, desde que el hombre es hombre, con la analogía de “Caín y Abel”, se nos muestra el antagonismo que nos ha caracterizado desde el principio.
Reinos, imperios, colonialismos, radicalismos, fundamentalismos dan cuenta de la dinámica de imposición, de sometimiento, de criterios, de modelos, de visiones de mundo, de creencias, de costumbres de quienes no han respetado la autonomía de los grupos humanos y de las personas.
Lo nuestro es imponer, lo que sea, pero imponer; pareciera que nos hace felices. La cerrazón, la intolerancia, la ceguera, el egoísmo, la división social, la intransigencia, la necedad, el fanatismo, la obstinación y la inflexibilidad han sido en los diferentes segmentos sociales en México –en el tiempo y en la historia– lo que nos ha caracterizado.
En este México, por estos días, se nota más nuestro espíritu antidemocrático. El Presidente, los gobernadores, los diputados, los senadores, los alcaldes, los empresarios, la Iglesia, los periodistas, los “activistas”, las escuelas y muchos ciudadanos; todos quieren imponer.
Por eso la idea del concepto de “hegemonía” –el que tiene el poder y lo ejerce– que nos ofrece Antonio Gramsci, en su Teoría de la Reproducción, es fundamental para entender lo que pasa. La reproducción hegemónica no sólo se da en el gobierno reinante en tiempos de Gramsci –el fascismo en su momento–, es un reflejo del autoritarismo familiar, escolar, económico, religioso. Porque si desde la casa no hay consenso –hay imposición– la reproducción se acrecienta y se replica en todos los ámbitos. Se vuelve una práctica, una costumbre, una cultura, una forma de ser.
Nunca lo supieron o nadie les dijo a quienes buscan imponer sus visiones de mundo que la democracia es inclusión respeto, tolerancia, pluralidad, deliberación, consenso, diálogo y que es así como se construye lo público. Nos quedamos acostumbrados al poder unilateral del rey y del Papa. Al poder del dinero, de la posición, del status quo y de no entender que en una democracia hay una igualdad de estima, de consideración y de respeto; donde, como afirmaba Karl-Otto Apel, toda persona es un interlocutor válido, donde el diálogo es el medio para llegar al fin común de todos.
Y es que en el contexto de Gramsci y el de Apel, la imposición era lo que pujaba. Para uno la imposición e indoctrinación del Estado a través del fascismo y para el otro los tiempos de la posguerra, la guerra fría y los caprichos expansionistas de las naciones hegemónicas.
Por eso la recomendación desde el análisis de la Filosofía del Lenguaje, la idea necesaria de la Ética del Discurso. Una respuesta a las ideas antidemocráticas e impositivistas de unos y otros. Porque en una democracia no se trata de imponer, se trata de ponernos de acuerdo. Porque somos racionales y sabemos que necesitamos unos de otros, donde la palabra es el vehículo para equilibrar lo desequilibrado.
En ese sentido, Jürgen Habermas dirá que el cambio social debe darse en el ámbito de la comunicación y el entendimiento entre los sujetos. Porque el diálogo no sólo nos sirve para relacionarnos, sino para resolver problemas por más complicados que éstos sean. El diálogo no busca el disenso, busca el consenso, sino no es tal.
¿Qué es lo que ha ocurrido en muchas familias, en los pequeños grupos, en los Congresos o en la sociedad mexicana en general? Justo eso, que no hay diálogo. Hay monólogos cargados de una fuerte dosis de imposición. Porque el diálogo, para que lo sea, debe de acompañarse de la argumentación. Por tanto, no impongo. Argumento, te ofrezco mis razones. No olviden, argumentar es dar razones fundamentadas desde la simetría de la igualdad.
La democracia no es cerrazón, es apertura, es diálogo. Es la deliberación realizada por los ciudadanos de una comunidad sobre los asuntos comunes. Max Weber afirmaba que “la política es el arte de razonar en común, con razones públicas, deliberadas intersubjetivamente, que orientan el curso de la interacción civil y aspiran, en última instancia, a incidir sobre la acción del gobierno”.
A la deliberación, por lo tanto, le antecede la argumentación; no la ira, la fuerza, el odio, la superstición, la religión, la intransigencia o la mentira. La deliberación nos lleva a consensos porque se basa en argumentos que tienen como base la reciprocidad y la racionalidad. Por supuesto, no se trata de que los que pensamos distinto seamos los mejores amigos, pero sí de que haya respeto.
Es normal y natural que busquemos estar con quienes piensan, sienten y creen lo mismo que yo. Pero la democracia no es eso. La democracia es respetar al diferente y reconocer que el otro no cree, no hace y no espera lo mismo que yo; pero que vivimos juntos y hay que ponernos de acuerdo. Aquí el pluralismo es fundamental y hay que defenderlo porque las diferencias nos enriquecen. En ese sentido, el diálogo, la deliberación y el consenso son la base de la democracia. Así las cosas.