Por qué no nos gusta la Navidad

Opinión
/ 24 diciembre 2024

Plácido detona hoy un cuento ficticio que se hace realidad en la vida de millones de personas

Les platico:

Al personaje de esta historia le encanta ponerse ropa con etiquetas.

Cuando alguien le regala una camisa -por ejemplo- se quita la que trae y se pone la nueva. Hace eso inconscientemente.

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De niño le regalaban pocas cosas y cuando alguien lo hacía, era tanta su emoción que se lo llevaba puesto.

Su guardarropa eran los “gallitos” de alguien más o menos de su edad, no siempre de su talla, pero no importaba. Todo lo agradecía.

Por eso cuando alguna prenda traía etiqueta, sinónimo de nueva, era su día de fiesta.

Aún ahora, sin darse cuenta se pone prendas de quienes viven con él.

Creo que así, experimenta la emoción de estrenar ropa nueva.

Cada vez que llega la Navidad, se atora.

La muerte de su mamá -la del cuento que aparece al final de este artículo- le puso una esferita muy triste a su pinito del 2020.

Y al morir su hermano menor en noviembre del 2021, la Navidad de ese año fue igual de triste.

Su amigo “El Percherón” le dice que ya, que le dé vuelta a la página... y lo intenta.

Pero no cree eso de que su hermano ya está en paz, al lado de sus papás, porque en sus últimos momentos llegó a decirle que a pesar de tanto méndigo tubo que lo mantenía artificialmente respirando, quería seguir vivo.

¿Quién no diría eso a sus 47 años?

A pesar del sufrimiento que tenía, no se quería morir.

Después de este prólogo, aquí va el cuento prometido:

LA NAVIDAD DEL PINITO VACÍO

En el cuarto, donde dormía con seis hermanos y sus papás, no había puerta.

Una cortina de tela separaba la cocina de la improvisada recámara, en una de esas casas viejas que a duras penas sobreviven en el Centro de Monterrey.

La mamá de los siete era nuera de una mujer que, para subsistir económicamente, había convertido los seis cuartos, patio, traspatio y dos baños, en una casa de asistencias.

No había puerta, porque cada vez que se escuchaba un ruido en la cocina o de noche se encendía la luz, Gloria dejaba de hacer lo que estuviera haciendo para atender a los huéspedes o a sus cuñados, los otros dos hijos de la abuela.

Si estaba dormida, no importaba, ella brincaba de la cama y presurosa se ocupaba de los quehaceres de la cocina.

Volvía a su “recámara” después de dejar todo en orden y si el ruido o la luz volvían a aparecer, ahí estaba de nuevo trajinando.

En el traspatio había un naranjo agrio, de esos que son muy buenos para hacer conservas con las cáscaras, y un té para dormir con sus hojas.

Los niños casi no salían porque el papá trabajaba todos los días y como la mamá también, a veces se pasaban meses sin que del traspatio y el naranjo salieran más que para ir a la escuela, los más grandes, claro, porque los más chiquitos se quedaban en aquel encierro.

Al patio le decían “el de cemento”, pues el traspatio era de tierra.

El mayor recuerda que en todos los años que vivió ahí, nomás en uno le hicieron piñata el día de su cumpleaños, y fue justo en el patio de cemento.

Cuando cumplió 9, no cabía de la emoción.

Su mamá y la abuela le habían anunciado la fiesta en enero y desde entonces contaba los días.

Al llegar la fecha, el festejado se paró en la puerta de la casa y solamente dejaba entrar a los niños que le llevaban regalo.

Cuando abrió el de su mamá, le dijo que no era de ella, sino que se lo había enviado Santa Clos anticipadamente.

Cinco meses después, cuando debajo del arbolito no había ninguno para él –ni para sus hermanos– entendió lo del regalo anticipado.

Por el trajín de la casa y los desvelos de la cocina, la mamá no dormía bien, y recordando lo que las vecinas decían cuando pedían permiso para cortarle hojas al naranjo agrio, al hijo mayor se le ocurrió una idea aquél 24 de diciembre del pinito vacío.

En la mera noche de Navidad, con el papá trabajando y la mamá acurrucada en su cama mientras dormitaba al lado de sus otros hijos pequeños, el mayor se escurrió de puntitas a la cocina y en una olla llena de agua metió un montón de hojas del naranjo, que había cortado por la tarde.

Endulzó el brebaje con miel de abeja y después de cuidar que hirviera lo suficiente, sirvió el humeante té en la mejor taza que encontró.

Tratando de no hacer ruido, descorrió la cortina de tela y casi a la hora en que el 24 se convertía en 25 de diciembre, tocó suavemente la frente de su mamá y muy quedito la despertó diciéndole con la tipluda voz de sus 9 años:

“Ten mamita, tómate este té para que duermas bien”.

Y fundiéndose con ella en uno de los abrazos más cálidos que ha recibido en su vida, la escuchó decirle con una sonrisa triste: “Feliz Navidad, mijito”...

CAJÓN DE SASTRE

El hijo mayor de este cuento, es el mismo que ya de adulto, todavía gusta de ponerse ropa con todo y etiquetas.

Por las razones que les platico, no le gusta la Navidad, pero hoy -de todos modos- él y quien esto escribe les deseamos que la pasen muy feliz este día 24... y el 25 también.

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