Postre sorpresa
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Noche Buena me sorprendió pensando en una nueva especie. Desde pequeño fui fanático de los seres mitológicos y ésa fue una de las razones por las que decidí ser científico. Extraña asociación, lo sé; pero el hecho de crear criaturas desde cero en mi laboratorio era fascinante. Ojalá hubiera tenido la misma curiosidad por los hijos. Debido a ello, tenía siempre a mi esposa gritándome en la cara que era un parásito, flojo, bueno para nada; que amaba más a mi ciencia que a ella misma; que no me importaba su reloj biológico.
Y lo que más me dolió, fue lo que dijo después con absoluta verdad: no he creado ningún ser vivo, luego de diez años encerrado en ese lugar tan apestoso. Hirió mi orgullo y también mi autoestima. Estaba cansado de tener que lidiar con esos comentarios, en especial cuando venían de mi propia mujer. Aun así, no me dejaría llevar por lo que dijo. En cambio, me dedicaría a ser un buen esposo y a hacer un banquete de postres para mi amada. Lo que ella no sabía es que sería mi primera rata de laboratorio. No sé cómo, pero ya llevaba doce años a su lado. Compartir mi vida con alguien sin paciencia por el progreso, sin respeto por mi IQ, ya no tenía sentido, así que la cambiaría por un hermoso espécimen de unicornio o tal vez un hada enanita. Ya vería cuál pócima era la responsable, pero por ahora estaba decidido a experimentar con ella.
Dediqué gran parte del día a hacer postres navideños muy especiales, desde chocolate caliente hasta una gran ensalada de manzana. En la elaboración de cada receta agregué pequeñas gotas de mi fórmula. Cada una provenía de matraces y tubos de ensayo etiquetados con el nombre de diferentes criaturas fantásticas. Alguna de ellas sería el brebaje para transformar a mi esposa. Por eso estaba tan emocionado. Dos pájaros de un tiro: al fin tendría lo que tanto he querido desde niño y diría adiós a mi esposa. Sólo necesitaba que mi víctima cayera en el encanto de la harina, azúcar y betún.
Casi era medianoche. Después de compartir el pavo que preparó mi mujer con sus padres, hermanos y sobrinos, llegó la hora del postre. Los niños estaban felices con el menú que les puse sobre la mesa. Ella y su familia se sorprendieron con mis habilidades de chef repostero. Incluso vi un brillo de ilusión en sus ojos por mi hermoso gesto; pero no le di importancia. Había cosas más interesantes que comprobar. Lo primero que le serví fue una taza de chocolate caliente. Se suponía que con esta bebida se iba a convertir en un gnomo. Traté de empezar con algo que animara pronto la velada. Ella bebió de su taza y...
“Qué delicioso está. Me alegro que hayas hecho esto por mí”, me dedicó una sonrisa enorme y me abrazó. Empecé a arrepentirme. ¿En serio cambiaría a mi esposa por algo que ni siquiera sé cómo alimentar? Pero no era el momento para echarme atrás. Le agradecí y continué con un pequeño pastel repleto de coco, su favorito.
El pastelillo no dio resultados, tampoco el ponche ni la ensalada de fruta. Postre tras postre, no se daba la metamorfosis y en tanto su familia devoraba sin demora mi trabajo inútil. Se me estaban terminando las opciones. Ahora sólo quedaban las galletas de jengibre; pero perdía la esperanza. Desganado, le di el plato que contenía mi último recurso. Mi mujer alcanzó una y se la llevó a la boca. Sin embargo, pronto hizo una arcada y devolvió la galleta enterita. “No puedo más, amor. Fue demasiado”, dijo haciendo un leve eructo. Muy a tiempo, me contuve para obligarla a comer. Su familia seguía en la casa; terminó igual de satisfecha y se quedaría a dormir.
Destruido por dentro, fui manipulado más fácilmente que de costumbre y los niños nos remolcaron hasta las habitaciones para meternos a la cama, desesperados por la llegada de Papá Noel.
No tardé mucho en recuperar la fe en mí y en mi trabajo.
En la madrugada sentí un frío infernal. La nevada se había colado a la casa, ya que se había roto una pared Los sobrinos lloraban de miedo mientras gritaban: ¡Salven a Rodolfo, salven a Rodolfo! A la mitad de la sala, una bestia regordeta mordía con su gruesa mandíbula a uno de los renos que arrastraban el trineo. Bajo el clásico saco rojo de la criatura, le salía una cola gigante de lagartija y echaba humo por las narices. Mi mujer había quedado en el piso, chamuscada de pies a cabeza, seguramente captada in fraganti mientras quiso observar al que no debe ser visto por nadie.
Tonto de mí, había dejado las galletas de jengibre a un lado del pino de Navidad y el tipo gordo que baja por las chimeneas debió de llevarse el plato a la boca. Poco a poco Santa seguía creciendo igual que sus alas. Pensé que se detendría, pero me sorprendí cuando superó con facilidad los tres metros de altura y rompió el techo de nuestra casa. Corrí al patio para apreciar el dragón que estaba terminando su mutación y aumentando de tamaño. Mi emoción era tanta que solté un grito de alegría y brinqué de felicidad en mi jardín como un niño con juguete nuevo. La bestia debía de infundir terror a la familia de mi esposa y a todos los vecinos, pero para mí era un deleite verlo con sus filosas garras, colmillos de acero, blindaje escamoso y sobre todo su gorrito de duende.
Pronto tendría que hablar al Polo norte y avisar que este año no habría obsequios. Esta vez sólo hubo regalo para mí. Papá Noel ya era una de mis creaciones y era mi favorita del catálogo.