Prince: La bronca con los documentales musicales
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Hace poco me encontraba navegando por el vasto y sin orden universo de la plataforma de la letrita roja y me topé con un apartado que decía “documentales”, como no encontraba nada más interesante que ver, termine entrando a esa sección, pero, ¿cuál fue mi sorpresa al ver lo que en ese lugar se hallaba?
Y es que la fascinante industria del entretenimiento ha descubierto que los dramas no sólo suceden en la pantalla sino también en los tribunales y salas de juntas. Aquí entra el fascinante mundo de los documentales musicales, donde el legado de los grandes íconos del rock se convierte en un campo de batalla digno de cualquier episodio de Game of Thrones, pero con guitarras eléctricas en lugar de espadas.
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Vamos a resumir: esta plataforma pagó una millonada por The Vault de Prince, un archivo que contiene más secretos que el diario de un adolescente en plena crisis existencial. ¿El objetivo? Crear un documental monumental de nueve horas dirigido por Ezra Edelman, un genio del cine documental que sabe cómo hacer que hasta las peleas legales suenen como una ópera de Wagner. Pero, ahí, como en toda buena historia de rock, siempre hay una tragedia de por medio.
Lo que se realizó con el archivo de Prince parece más una telenovela legal con tintes de thriller musical que un simple documental. La historia es jugosa: el rey púrpura, sin testamento, dejando atrás no sólo un legado musical impresionante sino un caos absoluto entre sus herederos. Como dije, ¡qué mejor manera de honrar a un genio rebelde que con una disputa familiar digna de “Game of Thrones”! Sólo falta que uno de los hermanastros saque una espada y grite. “¡Esto es por Purple Rain!” antes de bloquear el documental.
Claro, no es difícil entender por qué algunos familiares están nerviosos. Prince no era precisamente una santa encarnación de bondad y dulzura. Quiero decir, estamos hablando del tipo que demandó a sus propios fans por compartir su música en YouTube, pero, oh sorpresa, resulta que también hay rumores de mal comportamiento personal. ¿Quién lo hubiera imaginado? Ahora, con los herederos luchando por preservar o explotar su legado, tenemos una situación en la que, como dice el dicho, “el dinero no sólo compra poder, también borra pecados”.
Prince, siendo la estrella enigmática que fue, decidió morir sin dejar un testamento, lo que, naturalmente, desató la gran guerra familiar que todos esperábamos. A un lado del cuadrilátero, tenemos a su hermana y hermanastros que, sin perder tiempo, vendieron su parte del pastel a Primary Wave, una empresa que básicamente vive de explotar los legados de los muertos más famosos que usted y yo mesmo. Del otro lado, los disidentes, liderados por el abogado L. Londell McMillan, el tipo que ya había trabajado con Prince y que, al parecer, también sabe manejar herencias como si fueran partidas de póker en Las Vegas. ¿El resultado? El documental está atrapado en el limbo, stand-by, con tantas posibilidades de ver la luz como yo de ganar un Grammy.
¿Por qué, se pregunta? Porque el documental, de nueve horas que pinta un retrato inmenso de su talento y sus demonios parece una obra maestra digna de ser vista. Por un lado, los herederos prefieren suavizar los detalles incómodos como si estuvieran revisando una biografía autorizada de Jesucristo Superstar. Claro, además de poder mostrar al genio creativo y sensible que fue Prince.
Y por otro, también se atreve a insinuar, sutilmente, que el tipo no era exactamente un ángel con alas púrpuras. Violencia física hacia alguna novia, un toque de antisemitismo en The Rainbow Children, su extraña obsesión por que sus antiguas compañeras Wendy y Lisa renunciaran a su relación lésbica... Ah, y la joya de la corona: el hecho de que, aunque predicaba en contra de las drogas, murió de una sobredosis de fentanilo, cortesía de su fe en los Testigos de Jehová. ¡Qué giros argumentales! Es un guion digno de una novela de Agatha Christie.
No, señores, esto es Prince. El tipo que convirtió la rebeldía y la sensualidad en arte. No podemos tenerlo sin sus contradicciones. Pretender borrar esas aristas sería como decir que Keith Richards sólo se tomaba un paracetamol antes de cada concierto.
Pero claro, los herederos, siendo los guardianes de la imagen perfecta de Prince, prefieren mantener la versión edulcorada de la historia: “¡El Prince que recordamos no hacía esas cosas! Él solo flotaba sobre nubes púrpuras tocando riffs celestiales en su guitarra”. Así que, agarrando el documental por las pelotas, se niegan a que se estrene hasta que puedan borrar cualquier sombra que manche el glorioso legado del artista. Todo esto mientras se echan unos cuantos billetes al bolsillo, por supuesto, porque, vamos, si no es por dinero, ¿para qué pelear?
Y aquí entra el pequeño problemilla que tiene la plataforma antes mencionada. Es como si se hubieran metido en una batalla de la que nunca saldrán enteros, como si al firmar ese contrato hubieran dicho: “Que salga lo que tenga que salir, pero no toquemos las partes feas, por favor”. Eso sí, les ha salido el tiro por la culata con una cláusula de seis horas, porque ya sabemos que cuando se trata de documentales, siempre hay algo de ego artístico de por medio. Si O. J. Simpson necesitaba ocho horas, Prince probablemente merecía doce. ¿O acaso vamos a creer que su vida fue más simple que la de un jugador de fútbol americano?
A esto sumémosle que la serie documental debía durar seis horas según el contrato original, pero Ezra Edelman, en su estilo típico, decidió que seis horas eran para aficionados y se lanzó a hacer una obra de nueve horas. Un pequeño detalle que, quién lo diría, también ha causado algunos problemillas. Al parecer, a la plataforma le gusta más lo compacto que lo épico, y nueve horas de Prince, por muy geniales que suenen, podrían ser demasiado incluso para los fans más hardcore.
El verdadero problema aquí no es sólo la cuestión legal. Es algo más profundo: la eterna batalla entre la verdad y la imagen que queremos proyectar. Es como dijo el gran Freddie Mercury: “I’m not going to be a star, I’m going to be a legend” (No voy a ser una estrella, voy a ser una leyenda). Y claro, todo el mundo quiere que las leyendas luzcan impecables, inmaculadas, brillantes... cuando en realidad son un desastre hermoso.
Pero me doy cuenta de algo, los documentales musicales no sólo tratan de la música; tratan de la vida en todo su glorioso y caótico esplendor. Los artistas, como nosotros, son seres llenos de contradicciones, errores y momentos brillantes. Intentar blanquear esos detalles oscuros es como intentar escuchar “Purple Rain” sin la guitarra épica: simplemente no tiene sentido.
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Al final del día, los documentales musicales son como las autobiografías: una mezcla de verdad, leyenda y censura estratégica. Nos hacen creer que estamos viendo la vida real del artista, cuando en realidad estamos consumiendo una versión filtrada, edulcorada o incluso distorsionada, según convenga a quienes tienen los derechos de la historia. Lo que nos venden como la verdad definitiva son más bien obras de ficción creativa, moldeadas por los intereses comerciales y los egos familiares. Porque claro, si tienes acceso a todas las grabaciones originales y los derechos de las canciones, tienes el poder. Pero con gran poder viene gran responsabilidad... o algo así.
¿Queremos la verdad? Quizá, pero también amamos el mito. Y ahí está el dilema: ¿Preferimos saberlo todo, con nuestros aristas? ¿Contradicciones y miserias humanas? O ¿queremos quedarnos con la fantasía del genio intocable que nunca cometió errores?
Tal vez sea mejor aceptar que los documentales, al igual que las canciones, son interpretaciones. No nos cuentan la verdad absoluta, pero nos dan un reflejo de lo que queremos o necesitamos creer. Y en ese juego, siempre habrá alguien, un abogado, un heredero, una discográfica que tenga la última palabra. Porque, en este negocio, la realidad es sólo otro producto más que vender.
Así que, mientras seguimos esperando a que creen ese documental, tal vez deberíamos reflexionar sobre algo importante: la perfección es aburrida. Lo que nos fascina de los grandes artistas no es sólo su talento, sino su humanidad. Y si eso incluye decisiones cuestionables, momentos incómodos y, tal vez, uno que otro gesto violento, entonces que así sea. Como dijo el propio Prince: “The most important thing is to be true to yourself” (La cosa más importante es ser fiel a ti mismo). Si esa verdad duele un poco, pues que duela. Pero que se cuente. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿Qué opina?
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