¿Malestar? Usa tecnología

Opinión
/ 20 septiembre 2024

¡Ah, el siglo XXI! Una época gloriosa en la que la obsesión por nuestra propia biología ha alcanzado niveles de ciencia ficción, pero sin los trajes espaciales ni los viajes intergalácticos. En casa, tenemos más tecnología monitoreando nuestros cuerpos que un hospital de campaña, y eso que ni siquiera somos deportistas olímpicos ni científicos locos... por ahora. A ver, que entre el reloj que me dice que dormí como un tronco (cuando en realidad soñé que peleaba con dragones) y la báscula inteligente que me insinúa que mis “kilos emocionales” siguen ahí, podría fácilmente convertirme en un episodio del juego del calamar.

Empezando por nuestros queridos relojes inteligentes: esos amigos incondicionales que nos felicitan por dar 10 mil pasos como si hubiéramos descubierto la cura del cáncer. “¡Bravo, campeón! ¡Lo lograste!”, nos dicen mientras nosotros, jadeando, nos preguntamos cómo fue que la humanidad llegó tan lejos sin medir los pasos de Cristóbal Colón mientras conquistaba América. Pero, oiga, ni nos emocionemos, porque luego nos llega la parte depresiva del show: las calorías. Sí, esas cifras que, como los impuestos, siempre parecen más de lo que podemos soportar.

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Y qué decir de la duración del sueño. Mi reloj me avisa cada mañana de que estuve “en REM 1 hora y 35 minutos”, lo que suena genial... hasta que descubro que es básicamente el equivalente a soñar con que te caes por las escaleras una y otra vez. Y claro, como no tengo suficiente estrés con la vida real, ahora también tengo que estresarme por la calidad de mi sueño. ¡Es la vida moderna! Porque ya no basta con dormir, ¡tienes que dormir bien! Y si no lo haces, te espera el infierno de las duchas frías y el ayuno intermitente.

Entre el pulsioxímetro que me hace sentir como un médico de cabecera en prácticas y el tensiómetro que me recuerda que, efectivamente, mi presión arterial es la única que se sube cuando me llaman del banco, la verdad es que tenemos más datos de nuestro cuerpo que un laboratorio del FBI. O sea, ahora sé con una precisión casi quirúrgica qué porcentaje de mi grasa está exactamente dónde, lo cual es genial hasta que me doy cuenta de que los pantalones no entienden de porcentajes, sólo de centímetros.

Pero esto no acaba aquí. También hay aparatitos de esos que pueden registrar el ciclo menstrual (bueno, yo no lo ocupo, claro, porque todavía no hemos llegado a esa clase de revolución tecnológica) y los entrenamientos, que es básicamente el eufemismo para “me pongo en forma mientras me obsesiono con cuánto me recupero del estrés que me causa ponerme en forma”. Y luego están las variables como el estrés percibido y la meditación. O sea, porque nada grita paz interior como acordarte de que no has registrado en la app cuánto tiempo pasaste sin pensar en nada. Un desastre, pero un desastre metódico.

¿Somos imbéciles? Quizá. Pero lo cierto es que ni siquiera somos lo suficientemente imbéciles como para pagar por un reloj que pide ayuda cuando te da un patatús. ¿Emergencia? ¡Bah! Lo que necesitamos son más datos, más gráficos, más insights sobre por qué, a pesar de ser técnicamente “saludables”, seguimos sintiéndonos como si el cansancio fuera nuestra religión.

Porque, admitámoslo, el bienestar ahora es una nueva forma de penitencia. Nos levantamos cada día buscando una excusa para nuestro malestar existencial: ¿Será la dieta? ¿El estrés? ¿Quizá la falta de sueño REM o el hecho de que vivimos en un planeta que gira demasiado rápido para nuestro gusto? ¡Bingo! Ahí está la respuesta, seguro. Así que, escuchamos a los gurús del bienestar (y no los creados por el tabajqueño ese), probamos entrenamientos que suenan más a tortura medieval que a ejercicios de fuerza, nos duchamos con agua fría como si fuéramos espartanos y desterramos el celular del cuarto, porque el pobre celular, que lo único que ha hecho es distraernos las 23 horas del día, tiene la culpa de todos nuestros problemas.

Pero, ¿y si estamos buscando en el lugar equivocado? ¿Qué pasa si la solución no está en la última app de meditación guiada ni en el suplemento mágico que promueve tu salud intestinal? Alguien en X resumió perfectamente este sentimiento: “Mi fantasía más secreta es que me caigo en la calle, me llevan al hospital y descubren que todo lo que me faltaba era una vitamina. Empiezo a tomarla y de repente, soy la persona más feliz y lista del mundo”. ¡Ay, el sueño de todos! Que nuestra tristeza y neurosis sólo sean culpa de una deficiencia vitamínica, y no de algo más complicado como la vida, la sociedad o, Dios o el Diablo no lo quieran, la política.

En resumen, estamos llenos de datos, vacíos de respuestas y con más dispositivos que nos dicen qué hacer que nuestros propios padres cuando éramos adolescentes. Mientras tanto, la tecnología sigue avanzando, pero nuestras mentes parecen atrapadas en un bucle eterno de ciencia y pseudociencia, de información y desinformación.

Nos hemos permitido vivir en una época donde la tecnología nos promete control absoluto sobre nuestro bienestar, pero lo que realmente obtenemos es una ilusión de perfección que nunca alcanzamos. Nos obsesionamos con medir cada paso, cada latido, cada minuto de sueño, creyendo que si acumulamos suficientes datos, resolveremos el misterio de por qué nos sentimos mal. Sin embargo, la vida no puede reducirse a cifras o gráficos; es mucho más compleja y caótica.

La obsesión por monitorear cada aspecto de nuestra salud refleja el temor moderno de perder el control, pero paradójicamente, cuantos más datos tenemos, más perdidos estamos. Al final, lo que buscamos no está en los números ni en los gadgets, sino en el equilibrio, algo que ni la tecnología más avanzada puede calcular.

El verdadero bienestar no proviene de seguir cada tendencia de salud o fitness, ni de llenar nuestras vidas con gadgets que nos hacen sentir más productivos. Necesitamos encontrar a la voz de ya ese balance, saber cuándo dejar de medir y empezar a vivir. El bienestar no es una ciencia exacta, sino una práctica diaria de autocompasión y cuidado personal, algo que ni la mejor aplicación puede enseñarnos.

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Y si bien es cierto que en nuestra búsqueda por entendernos mejor, correremos siempre el riesgo de olvidar lo esencial: la conexión humana, el disfrute de las pequeñas cosas y la aceptación de que no necesitamos ser perfectos para estar bien, debemos seguir luchando por preservar estos valores.

Así iremos, nadando entre la ciencia y la magia, esperando que algún día los datos nos salven o, al menos, nos hagan parecer menos idiotas de lo que realmente somos.

Pero por ahora sé que cualquier mínimo sorbo de alcohol me jode el sueño, pero también me enteré, gracias a un video de TikTok, que la mejor forma de curar un resfriado es frotarte ajo en los pies. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿qué opina?

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