Putin conjeturado
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La antelación de dos semanas con que entrego estas columnas convierte en ilusoria cualquier reflexión sobre la invasión de Ucrania. Para cuando ustedes lean esto, puede estar terminada o aún más recrudecida. Pero en fin. Lo que es seguro —y no creo que cambie— es el desconcierto de casi todo el mundo ante el paso dado por Putin, que tonto no parece, ni tampoco un irascible con arrebatos, como lo fue Hitler. Frente a los análisis que apuntan a un brote de locura o a su pérdida definitiva del juicio, cabe alguna otra posibilidad, siempre en el terreno de las conjeturas. Putin lleva unos veinte años al mando de su país, pero es tan hermético y ofídico que casi nada sabemos de él, aparte de lo que se ha esmerado en transmitir: es un megalómano sin temor al ridículo con tal de dar imagen de hombre fuerte de acción, y así nos ha obsequiado con fotos grotescas: cabalgando con el torso desnudo, enfrentándose a un oso y no recuerdo si a un tigre, nadando en aguas supuestamente heladas. También sabemos de su aparente imperturbabilidad y de su manifiesto cinismo: todo le trae sin cuidado; tener fama de asesino y que Biden se refiera a él con ese término; que se lo considere un dictador que encarcela o manda envenenar a sus opositores, además de un homófobo declarado y un enemigo de las libertades; no sólo de las de los rusos, sino de las del resto del planeta. Hasta la fecha no se ha inmutado por su pésima prensa.
En cuanto a las imágenes que no puede controlar enteramente, ayudan poco. Llevo observándolo largo tiempo en televisión y en fotos, y lo único que he sacado en limpio es pobre, por evidente: es un enorme chulo, tanto que se lo podría pensar acomplejado. Lo percibo en su manera de sentarse, invariablemente con los muslos muy abiertos, como si deseara presumir de un paquete que ignoro si tiene. Suele permanecer en su sillón cuando recibe a alguien, como subrayando que las reglas de la cortesía no le incumben si llevan aparejado el reconocimiento del visitante. En los últimos tiempos lo hemos visto poner la distancia de gigantescas mesas entre él y sus “iguales”, Macron y otros, y no digamos sus felpudos humanos. Esto se ha achacado a su pavor a contagiarse del virus, pero podría obedecer a su necesidad de no dar un paso de acercamiento a nadie, como si eso lo disminuyera.
Admito que, con la invasión de Ucrania, puede haber incurrido en un grueso error de cálculo, pero no en un desvarío. Es frecuente que los chulos se crezcan hasta el punto de medir mal sus fuerzas y sus pasos. En 2014, Putin se anexionó Crimea, y Lugansk y Donetsk en la práctica, y nada ocurrió, la apropiación se encajó como un hecho consumado. Por las mismas fechas, tropas prorrusas (es decir, suyas) derribaron un avión de pasajeros matando a una gran cantidad de europeos, y tampoco pasó casi nada. En 2016 logró influir en las elecciones estadounidenses y colocar en la Casa Blanca, si no a un hombre a su servicio, sí a un admirador ferviente, Trump. Que la misma operación no le saliera en 2020 se lo tomó con flema: unas veces se gana y otras se pierde. En Occidente no le han faltado devotos: desde los notorios izquierdistas Le Pen, Salvini, Zemmour, Orbán y Mélenchon hasta —en España— el beato articulista de Abc que le ha dedicado loas calificándolo de máximo defensor de la Cristiandad y otras maravillas; más los independentistas catalanes, Podemos (que aún debe de creer que Rusia es la Unión Soviética), Vox y los émulos del alcalde de Marinaleda y del jefe de UGT Álvarez que aparecen serviles en el canal Russia Today.
No sé si quiero saber lo que cruza la cabeza de un asesino flagrante para tomar una decisión que, como mínimo, supondrá la ruina económica de su país, y quizá, a la larga, el fin de su tiranía. Tal vez ha sido víctima de un exceso de envalentonamiento o hybris (el pecado griego que presenta semejanzas con nuestra soberbia, en el que caen los hombres poderosos antes de ser destruidos). Acaso Putin se haya dicho: “Si he sido capaz de todo esto sin mayores consecuencias, y he coronado al Presidente de los Estados Unidos, ¿quién va a oponérseme por apropiarme de un país que es mío, que carece de peso y cuyo presidente es un cómico televisivo sin instrucción táctica ni estratégica ni política? Nadie va a indisponerse conmigo y con mis armas nucleares por una nación que el gran Stalin diezmó con hambrunas sin disparar un tiro. Además, los ucranios anhelarán ser rusos”. De ser esto así, él y nosotros nos encontramos más allá de la raya que, una vez cruzada, aherroja a los chulos: ya no pueden dar marcha atrás. Si Putin lo hiciera, quedaría como un fracasado y sería objeto de escarnio. Así que deberá seguir adelante e incrementar su guerra. De ésta sólo le cabe salir vencedor, aunque el coste en tiempo, bajas y dinero sea infinitamente mayor de lo por él previsto. La única esperanza es que, aunque gane (y ganará si se empeña), Rusia y su régimen despótico se verán debilitados, desprestigiados, empobrecidos y aislados. A un Estado paria se lo teme menos. Es un triste consuelo, pero hoy no veo otro.
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