Rapto consensuado
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Eran los tiempos en que la mujer, obligada por los prejuicios de la época, debía por fuerza casarse. No siempre le era posible. “El hombre se casa cuando quiere; la mujer cuando puede”. Solicia seguía célibe, y había llegado ya al –ta: veintiocho; veintinueve, trein-ta. Sus padres se inquietaban, pues al irse ellos su hija quedaría sola. Pero nunca falta un roto para un descosido: le salió a la muchacha un pretendiente, hombre feúcho y que andaba a la cuarta pregunta, pero pretendiente al fin y al cabo. (Eso de “andar a la cuarta pregunta” proviene del interrogatorio que el cura párroco hacía al novio en la ceremonia llamada “las amonestaciones”, que antecedía al desposorio. Le preguntaba su nombre; si era cristiano católico; si no estaba ya casado y −la cuarta pregunta− si disponía de medios para sostener su hogar). Jolilo –así se llamaba el galán que por milagro de San Antonio, como es un santo casamentero, le llegó a Solicia− le dijo a la doncella: “Estoy seguro de que tu padre no aprobará nuestro matrimonio. Así pues, te raptaré. Vendré esta noche, pondré una escalera hasta tu ventana del segundo piso, y subiré por ti para reptarte y llevarte a la felicidad”. Así lo hizo: llegó a la medianoche, puso la escalera y subió por ella hasta la ventana de Solicia. “¡Amor mío! –exclamó ella, feliz−. ¡Tómame en tus brazos! ¡Ya que me has robado el corazón roba también todo lo demás!”. “¡Calla! −le impuso silencio el tal Jolilo−. ¡Vas a despertar a tu papá!”. “Ya despertó –dijo Solicia−. Está allá abajo sosteniéndonos la escalera”... Babalucas y su esposa hicieron un viaje por Europa, uno de esos tours de “si es martes es Bélgica”. En Londres el guía les señaló: “Aquél es el Big Ben”. “¡Uh! –exclamó decepcionada la mujer–. ¡Es un reloj!”. En París vio Babalucas la Torre Eiffel y comentó igualmente desilusionado: “No está tan inclinada”. En Roma se apartaron del grupo y se perdieron en los corredores de la basílica de San Pedro. De pronto la señora vio venir una figura blanca. “¡Mira! –le dijo a Babalucas–. ¡Es el Papa!”. “No puede ser” –negó el badulaque–. “¡Te digo que es el Papa! –insistió ella emocionada–. ¡Prepara la cámara!”. En eso se cruzaron con el que venía. Efectivamente: era el Sumo Pontífice. Le dijo Babalucas al tiempo que le tendía la cámara: “Su Santidad: ¿nos hace el favor de tomarnos una foto a mi señora y a mí?”... De parecido tema es el cuentecillo que por asociación de ideas vino ahora a mi memoria. En cierto pueblo vivía un individuo a quien apodaban Segurolas porque decía que jamás se equivocaba, que siempre tenía la razón. Una noche, en la cantina, les dijo a los amigos con quienes bebía la copa: “No lo puedo creer, y ustedes tampoco lo creerán, pero el hombre que está en aquella mesa del rincón, y solo, es el Papa Francisco”. “¡Estás loco! –le dijeron–. ¿Cómo puedes creer que el Santo Padre se halle en este pueblo, y menos en una cantina?”. “Les digo que es el Papa –insistió con firmeza el Segurolas–. Ahora mismo voy a presentarle mis respetos y a pedirle su sagrada bendición”. Unió la acción a la palabra y fue a donde estaba el individuo. “Perdone –le preguntó–. ¿Es usted el Papa?”. El sujeto pensó que aquel desconocido se burlaba de él, y le respondió irritado: “¡El Papa tu tiznada madre, pendejo!”. El Segurolas regresó a su mesa, cariacontecido, y les comentó con azoro a sus amigos: “¡Caramba! ¡Qué malhablado se ha vuelto el Santo Padre!”... Don Ruguito, señor de muchos calendarios, estaba haciendo una necesidad menor. Le dijo con enojo a la aludida parte: “¡Desgraciada! ¡Ayer me echaste a perder la noche, y ahora me estás echando a perder los zapatos!”... FIN.
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