Rapto consensuado

Opinión
/ 25 febrero 2024

Eran los tiempos en que la mujer, obligada por los prejuicios de la época, debía por fuerza casarse. No siempre le era posible. “El hombre se casa cuando quiere; la mujer cuando puede”. Solicia seguía célibe, y había llegado ya al –ta: veintiocho; veintinueve, trein-ta. Sus padres se inquietaban, pues al irse ellos su hija quedaría sola. Pero nunca falta un roto para un descosido: le salió a la muchacha un pretendiente, hombre feúcho y que andaba a la cuarta pregunta, pero pretendiente al fin y al cabo. (Eso de “andar a la cuarta pregunta” proviene del interrogatorio que el cura párroco hacía al novio en la ceremonia llamada “las amonestaciones”, que antecedía al desposorio. Le preguntaba su nombre; si era cristiano católico; si no estaba ya casado y −la cuarta pregunta− si disponía de medios para sostener su hogar). Jolilo –así se llamaba el galán que por milagro de San Antonio, como es un santo casamentero, le llegó a Solicia− le dijo a la doncella: “Estoy seguro de que tu padre no aprobará nuestro matrimonio. Así pues, te raptaré. Vendré esta noche, pondré una escalera hasta tu ventana del segundo piso, y subiré por ti para reptarte y llevarte a la felicidad”. Así lo hizo: llegó a la medianoche, puso la escalera y subió por ella hasta la ventana de Solicia. “¡Amor mío! –exclamó ella, feliz−. ¡Tómame en tus brazos! ¡Ya que me has robado el corazón roba también todo lo demás!”. “¡Calla! −le impuso silencio el tal Jolilo−. ¡Vas a despertar a tu papá!”. “Ya despertó –dijo Solicia−. Está allá abajo sosteniéndonos la escalera”... Babalucas y su esposa hicieron un viaje por Europa, uno de esos tours de “si es martes es Bélgica”. En Londres el guía les señaló: “Aquél es el Big Ben”. “¡Uh! –exclamó decepcionada la mujer–. ¡Es un reloj!”. En París vio Babalucas la Torre Eiffel y comentó igualmente desilusionado: “No está tan inclinada”. En Roma se apartaron del grupo y se perdieron en los corredores de la basílica de San Pedro. De pronto la señora vio venir una figura blanca. “¡Mira! –le dijo a Babalucas–. ¡Es el Papa!”. “No puede ser” –negó el badulaque–. “¡Te digo que es el Papa! –insistió ella emocionada–. ¡Prepara la cámara!”. En eso se cruzaron con el que venía. Efectivamente: era el Sumo Pontífice. Le dijo Babalucas al tiempo que le tendía la cámara: “Su Santidad: ¿nos hace el favor de tomarnos una foto a mi señora y a mí?”... De parecido tema es el cuentecillo que por asociación de ideas vino ahora a mi memoria. En cierto pueblo vivía un individuo a quien apodaban Segurolas porque decía que jamás se equivocaba, que siempre tenía la razón. Una noche, en la cantina, les dijo a los amigos con quienes bebía la copa: “No lo puedo creer, y ustedes tampoco lo creerán, pero el hombre que está en aquella mesa del rincón, y solo, es el Papa Francisco”. “¡Estás loco! –le dijeron–. ¿Cómo puedes creer que el Santo Padre se halle en este pueblo, y menos en una cantina?”. “Les digo que es el Papa –insistió con firmeza el Segurolas–. Ahora mismo voy a presentarle mis respetos y a pedirle su sagrada bendición”. Unió la acción a la palabra y fue a donde estaba el individuo. “Perdone –le preguntó–. ¿Es usted el Papa?”. El sujeto pensó que aquel desconocido se burlaba de él, y le respondió irritado: “¡El Papa tu tiznada madre, pendejo!”. El Segurolas regresó a su mesa, cariacontecido, y les comentó con azoro a sus amigos: “¡Caramba! ¡Qué malhablado se ha vuelto el Santo Padre!”... Don Ruguito, señor de muchos calendarios, estaba haciendo una necesidad menor. Le dijo con enojo a la aludida parte: “¡Desgraciada! ¡Ayer me echaste a perder la noche, y ahora me estás echando a perder los zapatos!”... FIN.

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