Ravel, un músico que vive en su Bolero y una Pavana

Opinión
/ 14 marzo 2025

Maurice Ravel -de quien celebramos 150 años de su natalicio el 7 de marzo pasado-, músico excéntrico, perfeccionista, pero incapaz de tocar sus propias obras para piano, un neoclásico tardío, renuente a los dislates de los atonalistas y dodecafonistas, debe el clímax de su fama a una obra de la que él mismo no se sentía orgulloso.

Para ese entonces, el estreno del Bolero (1928), ya gozaba de una sólida fama como compositor. Cuando comenzaba a componerlo acababa de regresar de una gira por los Estados Unidos, donde cosechó éxitos apoteósicos. Una mañana en la que Ravel se encontraba en su piano tocando un motivo temático, recibió la visita de un amigo. El compositor le pidió que escuchara lo que estaba tocando. “¿No crees que tiene un ritmo obsesivo?”, le preguntó. El huésped contestó afirmativamente.

Después de ese encuentro, Ravel pasó los siguientes cinco meses transformando aquel ritmo alucinado en una acrobacia musical. Al finalizarla, el 6 de octubre de 1928, había compuesto la que es, quizá, la partitura sinfónica más conocida del siglo XX. Ravel mismo describió en sus propias palabras la obra que lo consagraría como uno de los más grandes compositores del orbe: “Una obra de 17 minutos de duración, que consta tan sólo de una trama orquestal sin música, en un prolongado y muy gradual crescendo. No tiene contrastes y, prácticamente, ninguna invención, excepto en el esquema y la forma de ejecución. La interpretación orquestal es sencilla y, en todo momento, lineal: no hay ni un mínimo intento de virtuosismo. He obtenido exactamente el resultado que me proponía; el oyente será quien lo acepte o lo rechace”.

La noche del 22 de noviembre de 1928 se estrenó el Bolero, tocado desde el foso de la Ópera de París, bajo la batuta de Walther Straram. El autor la dirigió el 11 de enero de 1930 con la Orquesta Lamoureux y la grabó pocos días después.

Existe una anécdota que se suscitó entre el legendario director de orquesta Arturo Toscanini y Ravel relacionada con la ejecución inapropiada del director italiano, conduciendo a la Orquesta Filarmónica de Nueva York. Resulta que a Ravel le desagradó la interpretación de un tempo demasiado rápido en los compases iniciales y, lo que era peor, lo aceleraba en el curso de la obra, aspecto que Ravel evitaba cuidadosamente en sus interpretaciones. Cuando Ravel le reclamó cortésmente a Toscanini ese exabrupto en demérito de su obra, éste le contestó: “Usted no entiende su propia música. Ésta es la única manera de ejecutarla”. Verdad o mentira, esta anécdota deja entrever el genio totalitario de Arturo Toscanini.

Es injusto reconocer a un genio de la magnitud de Maurice Ravel sólo por una de sus creaciones, cuando su genio e imaginación compositiva se volcó en una cascada de obras de muy variadas estructuras. Es conocido el conjunto que destinó al piano y que, paradójicamente, el músico galo no podía interpretar adecuadamente. Ravel pasó al empíreo de los grandes compositores al escribir uno de los ciclos pianísticos más difíciles de interpretar, Gaspard de la nuit, (1908). Aunque existen actualmente numerosas grabaciones con las versiones de eximios pianistas, esta obra en tres cuadros alucinantes conlleva en sí misma la apoteosis de la técnica pianística y el entramado poético sonoro encabezado por los epígrafes de tres fragmentos de poemas de Aloysius Bertrand.

“Quería hacer una caricatura del Romanticismo. Quizá di lo mejor de mí”, escribió Ravel sobre este tríptico. Es curioso que este ciclo pianístico Ravel no lo haya transcrito para orquesta como lo hizo con varias de sus obras concebidas originalmente para el piano y algunas piezas breves. Una de las obras para orquesta más interpretadas y grabadas desde el siglo pasado, y lo que va de éste, es Cuadros de una exposición, de Modesto Mussorgski, suite para piano compuesta en 1874, pero que Ravel orquestó en 1922. Es en esta obra donde se aprecia claramente su talento para transformar con los colores y texturas orquestales una pieza destinada a la textura uniforme del teclado. Finalmente, su sensibilidad extraordinaria se refleja en su música de cámara, el Trio para piano y cuerdas en La menor, el Cuarteto en Fa mayor, la Introducción y Allegro para arpa, flauta y cuarteto de cuerdas, la Sonata para violín y violonchelo, demuestran una maestría consumada del medio instrumental.

CODA

“Para mí ha sido una fortuna haber podido escribir música, porque sé muy bien que jamás podría haber hecho otra cosa”. Maurice Ravel.

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