Saltillo: En octubre las lunas y los difuntos son lo más hermoso
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Cada año vemos con gusto cómo en Saltillo se imponen con más fuerza las tradiciones mexicanas de difuntos sobre las que imperaron por tantos años, las costumbres del vecino país del norte, derivadas del Halloween y adoptadas por fenómeno natural de transculturización fronteriza. Saltillo ahora sí se va a ver muy mexicano con el Festival Ánimas del Desierto, sus monumentales altares de muertos en Santa Anita y Parque Las Maravillas, las calaveras gigantes decoradas por artistas en Paseo Capital y otros alebrijes representativos; en el Centro Cultural Vito Alessio Robles la exposición colectiva del taller “De Acá del Norte” con esculturas de esqueletos en cartonería representando oficios y tradiciones de Saltillo; desfiles y otros numerosos eventos y celebraciones que moverán a toda la ciudad en todos sus rumbos y barrios.
A propósito de estas fechas y con relación a los días de terror y tradiciones que se viven y se reviven en estos días, recuerdo un texto de Óscar Flores Tapia publicado en uno de sus primeros libros: “Herodes. Semblanza de Saltillo”, del cual tomo un simpático fragmento donde el autor narra algunas historias y consejas de la primera mitad del siglo pasado, y las cuenta tan sabrosamente que da gusto releerlas:
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“¿Ya sabe, comadre, que anoche se le apareció el Diablo a don Polo?
-No me diga: si es ques (sic) la segunda vez. María Purísima, quién sabe qué deberá este santo pecador.
-Fíjese que anoche no me dejaban dormir las brujas: trepadas en el pirul tenían una de burlas las ‘jijas’ que tuve que salir a pelear con ellas.
-Ay, comadrita, pos a poco no sabe a quién es al que train clavadito!
-Sí como no; a don Cenobio: si nomás hay que verle esa cara de mensurraco para saber que está el viejo embrujado... Y la diabla de la vieja, ¡pos no que se encierra ca’tía Nicha con el burrero Jerónimo!
-También a Panchita, ‘quesque’ le andaban sonando la puerta.
-Pos sería el ‘querido’... ¡Con eso que don Manuel trabaja de noche!
“Esas eran las pláticas de aquellas gentes, que en su ignorancia eran capaces de levantar un falso al mismo Señor de la Capilla. Yo escuchaba atento, sin dormirme por aquello de los diablos y las brujas, ni jugaba con los muchachos grandes a las agarradas o a la roña porque era tan pequeño o tan guaje que cuando se me ocurría jugar, yo era siempre el que la traía. Además, me interesaba seguir escuchando lo que se contaba de mis vecinos:
“Fulana todos los días estrena vestidos, aunque los lepes estén muertos de hambre:
-A mí no me la pega Sarita, comadre; esa gordura no es buena.
-Ahora que se case Juan Pablo, los que fueron novios de la Pepa le van a regalar una cuchara de albañil...
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“Daban las once, las once y media y las doce cabalísticas horas. El momento fijado para la aparición de Belcebú o del Padre que pasea a esa hora, breviario en mano, rezando por su propia alma, por la Huerta de don Cesáreo Elizondo donde ahora se levanta el Hospital Saltillo. Hora también en que cruzan las “botitas” de un lado al otro del Puente Dos de Abril y en que la Dama del Coche acostumbra regresar a su morada: el Panteón.
”La leyenda de la Mujer de Negro era la pesadilla de aurigas y choferes de Saltillo: una mujer elegantemente vestida de negro, bellísima, con brillantes en los dedos y en las orejas, se llegaba al Sitio de Coches de Santiago Valdés o de Santos Peña. Contrataba cuatro o cinco horas de coche y ordenaba la llevaran a diversos lugares. En aquel tiempo, como ahora, no se inquiría a pasajeros los motivos para alquilar vehículos y como lo más probable fuera que la señorona tuviera sus dares y tomares con alguno, a escondidas de sus hermanos o cualquier otro familiar, poco interesaba a los conductores, como no fuera la paga, lo que aquella mujer iba o no a hacer. Después de visitar templos y tiendas, la mujer ordenaba: -Lléveme por los panteones. El auriga o cochero, como aquí siempre se les ha dicho, paraba su coche frente al farol que entonces estaba en la puerta del Panteón y cuando aquella mujer preguntaba el valor de su adeudo, -¡horror de todos los horrores!-, una calavera era lo último que veía el pobre hombre”.