Semana Santa: Viernes de Dolores en el Saltillo del siglo pasado
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Las ciudades cambian, quizás para su buena fortuna, y la sociedad también. Las costumbres y modos de ser evolucionan y las iglesias junto con ellas, pues de quedarse rezagadas perderían a sus feligreses. ¿Dónde quedó la Semana Santa de ayer? Las de hoy casi no se parecen a las de antaño. Recuerdo cómo eran en los años sesenta y más del siglo pasado. La Semana de Pascua de Resurrección era el corolario de una cuaresma de sacrificio y oración durante la cual el ayuno y la abstinencia eran obligatorios y los días parecían sucederse en una ciudad casi inexistente, fantasma, por decir lo menos. La gente no salía más que a lo estrictamente necesario, el trabajo, la escuela y lo más indispensable. Las calles lucían desiertas, no había bailes ni diversión alguna.
El Casino de Saltillo organizaba el tradicional baile de disfraces antes del inicio de la cuaresma porque en esta debían seguirse ciertas prácticas de abstinencia, so pena de ganarse el infierno o por lo menos el purgatorio. El baile aquel era la fiesta del carnaval con la que se despedía a la alegría y la diversión y se daba paso a los días de recogimiento y oración que iniciaban con el miércoles de ceniza y la imposición de la misma por el sacerdote. Los fieles católicos recibían con devoción aquella cruz de ceniza en la frente oyendo la sentencia que pronunciaba el sacerdote en latín para recordarles que todos hemos de morir un día: “polvo eres y en polvo te convertirás”. Hoy en día, ante la escasez de sacerdotes, los fieles han de imponerse a sí mismos la ceniza y, seguramente, muchos ni recuerdan la terrible sentencia que conmina a vivir según la conducta marcada por la iglesia, mientras que otros ni siquiera han de conocerla.
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Durante la cuaresma, muchas familias secundaban la costumbre de la iglesia católica de cubrir las imágenes de los santos no protagonistas de la pasión y muerte de Jesucristo para resaltar la devoción por el Hijo de Dios y el sufrimiento de su madre y los discípulos que resistieron hasta el final durante los episodios que marcan los cuarenta días y culminan con la crucifixión y muerte de Jesucristo. Algunas casas también cerraban los postigos para evitar la luz y cubrían con lienzos negros o morados los espejos para ayudar a sus moradores a no caer en el pecado de soberbia o en las garras de la vanidad mundana.
Había que hacer toda clase de sacrificios y evitar todas las tentaciones posibles. Nada de reuniones ni vueltas a la Alameda, ni ida al cine. Los cines lucían tan solos como las calles de la ciudad, por las que muy de vez en cuando se veía pasar algún automóvil. Lo único que se veía era a los fieles, las mujeres con la cabeza cubierta, recorrer las siete iglesias católicas o entrar en alguna para rezar el Vía Crucis u oír los sermones a propósito de la Semana Mayor. El viernes se daban cita los fieles para visitar los altares de dolores y dar el pésame a la virgen María.
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Celedonio Mireles y Manuel Neira Barragán rindieron un homenaje a la devoción de los católicos saltillenses en un precioso libro, “El Santo Cristo de la Capilla de Saltillo”, impreso en Monterrey en 1948. Ahí narran la historia y devoción de la venerada imagen saltillense, y de pasada, enfocan también las devociones de Semana Santa y la antigua costumbre de levantar altares en las casas el Viernes de Dolores: “Altares que se adornaban con ramazones de oloroso cedro tapizadas con figuras de papel blanco picado; en las gradas del altar se ponían platones de cebada tierna con banderitas de oro volador, lamparitas de aceite con agua de color, macetas de inmaculadas flores de lis y rojas azucenas de Dolores; al pie del altar se extendía una típica alfombra saltillera a grandes cuadros verde y rojo, hecha de lana en los obrajes en donde se fabrican los famosos sarapes; y el ambiente saturado del perfume de incienso, que en espirales ascendía hasta donde estaba, al pie del Crucificado, la imagen Dolorosa de María, atravesado su pecho por siete puñales”. Y concluyen: “Esta manera de celebrar las fiestas religiosas en nuestro barrio de Guanajuato es un reflejo del sentir de todo el pueblo. Así era Saltillo a fines del pasado siglo”.