Dora Herrera debe tener un lugar en la plástica coahuilense
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Hace poco más de año y medio, escribía yo sobre la pintora italiana que fue la esposa del maestro Rubén Herrera, y decía que Dora Scaccioni de Herrera vivió en el Saltillo que va de los años veinte a los setenta del siglo pasado, con alguna pequeña pausa en que se fue al extranjero. Para los saltillenses de entonces, no era extraña la figura de la pintora. Conocida por todos, era “menudita, de cutis muy blanco y luminoso, de belleza exótica y porte distinguido”, y recordaba que vivió en la calle de Bravo, a espaldas de la casa que entonces fuera la Presidencia Municipal de Saltillo. Ese fue su barrio siempre y en él transcurrió la mayor parte de su vida. Era conocida por sus vecinos y surtía su despensa con los tenderos de las esquinas. También frecuentaba las casas de algunas de sus vecinas y recibía sus visitas en su casa.
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Como el gambusino que encuentra la pepita de oro, o el minero que tras mucho buscar un día ve de pronto en la oscuridad del túnel, una lucecita fulgorosa que le invita a seguirle para llevarlo a la tan ansiada veta. Así, de pronto, revisando el libro “Ateneo de mis mocedades”, en el que Agustín Isunza Aguirre nos dejó sus memorias de la vida estudiantil ateneísta en los años treinta, pues él perteneció a la generación que estudió los primeros años de su educación preparatoria en el viejo edificio de la calle Ateneo, frente a la placita de San Francisco, y los últimos lo hicieron en el edificio inaugurado en 1933.
Originaria de la ciudad de Roma, Dora Scaccioni contrajo matrimonio con Rubén Herrera en aquella ciudad y se trasladó con su esposo a México. El maestro Herrera había sido llamado por don Venustiano Carranza para hacerse cargo de un programa nacional de arte. En el viaje recibieron la noticia de la muerte de Carranza, y decidieron establecerse en Saltillo. Con apoyo del gobierno, Rubén Herrera fundó la Academia de Pintura de Saltillo, en el Ateneo. Diez años después tuvo que cerrarla ante el retiro del subsidio. A principios de 1933, el maestro consigue trabajo en la Ciudad de México y en octubre de ese mismo año fallece. Dorita regresó a Saltillo con un hijo en cada mano y se estableció de nuevo en la casa en que había vivido antes con su esposo en la calle de Bravo y consiguió clases en el Ateneo.
Agustín Isunza fue uno de sus alumnos y hace una bella descripción de su maestra de francés. La transcribo: “Menudita y delicada como una exhalación, leve y sutil como la neblina, maciza con la virtud. Era la primera y la única mujer que hurtaba los fueros de Minerva para hacer oír su voz magisterial en las aulas ateneístas. Afilado el itálico rostro, grata la sonrisa, dulce la expresión, grave la actitud, severo el ademán... Partido el pelo por en medio, peinado liso, palidez del rostro como aquellas blancas, amarillentas azucenas de acuarelas que pintaba −porque Dora también pintaba−, Dora Herrera semejaba una madona leonardina del tiempo de la resurrección...
“Pasaba por los corredores del Ateneo vestida de riguroso negro, dejando un aroma de arte, una brisa de ciencia, un destello de pundonor. Algunos jóvenes mayores volvían el rostro para mirarla de los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies... Pero ella resfriaba con su hidalguía, su entereza y gravedad; y el respeto y la simpatía le brindaban las fierecillas domadas.
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“El día, el mes y el año escribía en correcto y preciso francés, sobre el verde pizarrón. Venían luego las explicaciones, los regaños, los pormenores y circunstancias, las alas batientes de su labor magisterial... ‘Aquel de patas abiertas y gordo, arrellanado el sentar, salga de aquí’... Los jitomatazos de la plaza están anchos y rechonchos de tanto medrar y flojear. Los intelectuales, lívidos, secos, escuálidos, de intenso e improductivo pensar.
“¿Se va Dora o se queda con el socialismo de Triana? −Yo no sé de dónde vino eso ni a donde va, lo que es y lo que vale. Yo vengo a dar mi clase inconsustancial a todo ‘ismo’. Cierro la puerta y abro las ventanas para que entre el blanco aire y el sol luminoso. Pasen los tigres y aquieten su cola; mírenme al rostro, escuchen atentos y no rujan más”.