En Orizaba hay un restaurante que se llama La Bella Napoli. Mi buena suerte me condujo ahí. ¿O fue San Pascual Bailón quien dirigió mis pasos hacia ese sitio de tan buen comer? San Pascual Bailón es el patrono de los cocineros. Dice una antigua copla que he visto grabada en azulejos en las cocinas poblanas:
¡Ay, señor San Pascualito,
mi santo Pascual Bailón:
voy a hacer este guisito
y tú ponle la sazón!
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El día de San Pascual Bailón, 17 de mayo, nació don Alfonso Reyes, un escritor que me es simpático por dos aficiones que tenía: las damas y la buena mesa. Quizá del santo de su onomástico le vino ese gusto, el del yantar, placer que dio al gran regiomontano una noble panza de canónigo, una sonrisa beatífica y un natural afable que lo hizo grato a todos los que lo trataron, incluidos sus colegas. Y ya se sabe que en el gremio de los escritores hay envidias a granel.
No sé entonces si fue el hado o una buena hada quien me llevó al restorán La Bella Napoli. Ahí comí un platillo que hace de todos los manjares de Brillat un mal potaje de habas. El tal plato tiene nombre sugestivo: se llama “Jaibas desnudas”. Desnudas llegan al plato esas jaibas, como sirenas. Me explicaron mis anfitriones que de tiempo en tiempo las jaibas cambian su caparazón, como cambian las sierpes su piel o su cornamenta los venados. Cuando su nueva cubierta aún está blanda, las jaibas son sacadas de su elemento líquido y llevadas a la cocina benemérita. Ahí son cocinadas en una salsa que debe ser invento de dioses paganos, únicos capaces de crear esa delicia.
Así servidas las jaibas se comen completas, sin dejar nada, con pinzas, caparazón y todo lo que de una jaiba hace una jaiba. En Tampico, es muy cierto, hay jaibas muy sabrosas. Las come uno en sopa, rellenas, al natural. Pero estas de La Bella Napoli son muy diferentes. Manjar igual no he conocido en parte alguna.
Hay que comerlas como Savarin comía los polluelos de perdiz al vino tinto: echando la cabeza hacia atrás y cubiertos los ojos con un lienzo a fin de que la visión de las cosas no impida la concentración necesaria para gozar a plenitud ese comer.
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Unos vecinos de mesa escuchan mis expresivos comentarios acerca de las jaibas desnudas y me preguntan de dónde vengo. Yo se los digo.
-¿De Saltillo? −repite uno−. ¡Ah! ¡La tierra del arroz huérfano!
Yo había oído decir que Saltillo es la tierra de Acuña, del sarape, del perón y el membrillo, pero he aquí que ahora Saltillo es la tierra del arroz huérfano. A todas partes ha llegado la fama de esa estupenda vianda inventada en La Canasta por Graciela Garza Arocha, edénica invención a la que Roberto Orozco Melo, de gratísima e inolvidable memoria, puso nombre. Porque es de saberse que fue Beto quien bautizó a ese arroz catedralicio que en el mundo no tiene parigual.
En muchas partes han querido copiar el arroz huérfano. Ha habido quienes, con osadía inaudita, lo han puesto con ese nombre en los menús de otros restaurantes. Contra ellos ha luchado Graciela, y con razón, pues tanto la receta del platillo como su nombre son patrimonio y propiedad de La Canasta.
Gracias le doy a Dios por el don tan precioso de la vida. Si yo no hubiera nacido no habría gozado de esos manjares que se nos aparecen de pronto y que hacen de este valle de lágrimas, aunque sea por momentos, un gozoso jardín de las delicias.