Suerte así pa’ qué la quiero
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Hay quienes creen en la suerte. Yo tengo la suerte de no creer en ella. Leo algunas historias, sin embargo, o las escucho, y ganas me dan de aceptar la teoría según la cual la vida de los hombres está regida por un destino misterioso. He aquí dos ejemplos de mala suerte, perteneciente al pretérito de Coahuila el primero, y muy del presente el otro.
Gaspar Castaño de Sosa, portugués, cayó en el sueño de la Gran Quivira, fabulosa ciudad de casas de oro y calles embaldosadas con purísima plata fulgurante. Para convencer a sus compañeros de que fueran con él a buscar aquellas riquezas de prodigio, hizo que un indio les contara la mentira de que él ya había estado en esa mítica ciudad. El mismo indio −palero, como decimos hoy− mostró dos grandes piedras que, dijo, había traído de la Gran Quivira.
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Tomólas en sus manos don Gaspar, y con destreza de prestidigitador fingió rasparlas con su cuchillo. Al mismo tiempo dejó caer virutas de un lingote de plata verdadera que traía escondido entre las mangas. Algunos cayeron en el engaño. Dejaron mujeres e hijos y espoleados por la codicia corrieron desbocados tras el simulador.
Los llevó Castaño muy al norte, pero bien pronto fueron alcanzados por hombres del Virrey, que estaba encabronado, pues sin su permiso andaba don Gaspar armando expediciones en busca de preciados metales que sólo pertenecían al Rey.
El pobre don Gaspar volvió sin otros metales que los hierros de una pesada cadena con que lo ataron de pies y manos. Así lo trajeron al Saltillo, y así, en cadenas, fue llevado a la capital de la Nueva España.
Don Gaspar pidió la clemencia del monarca. Buscando ciudades que no existían, alegó, había descubierto nuevas tierras para su Majestad. Al fin fue perdonado. Quiso entonces regresar a la Nueva España. No se cumplió su anhelo. La nave en que venía, tripulada por levantiscos galeotes de nación china, fue apresada por ellos tras un sangriento motín donde perdieron la vida los europeos que venían en la nave. Todos fueron degollados por la turba, entre ellos don Gaspar.
Este es el ejemplo de mala suerte de ayer. Veamos el de mala suerte de hoy.
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En un programa con música para traileros que pasa en horas de la madrugada por Radio Concierto se conoció el relato del triste suceso acaecido a uno de ellos. Llamádose Juan −así se dice en los corridos−, se vio en la necesidad de llevar a su esposa con él en uno de sus viajes. Se resistía el hombre a que su mujer lo acompañara, pero ella se empecinó en ir: su marido iba a pasar cerca de San Juan de los Lagos −cerca era a 350 kilómetros− y ella le debía a la Virgen una manda.
Llegaron a uno de esos lugares a la orilla de la carretera donde reúnen los traileros sus vehículos para pasar la noche. Se acostaron los dos a dormir en la caseta que los tráileres traen para ese efecto. Apenas habían conciliado el sueño cuando se oyeron golpes en la puerta de la caseta. Era alguien que llamaba. La señora se despertó.
-Juan... Juan... Están tocando.
-No es aquí −respondió entre sueños el trailero.
-Te digo que sí −repitió la esposa−. Alguien toca la puerta.
-Déjalos, pues −determinó el trailero−. Duérmete.
En eso se oyó afuera una voz de mujer:
-Juan... Juan... ¿Hoy no vas a querer?
Mala suerte, ya lo dije.