Teatros en la era digital
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Era la década de 1970 cuando prominentes figuras del teatro como Peter Brook ya declaraban que en el arte escénico – en correspondencia con la época – la tosquedad del teatro estaba más viva y lo sagrado más muerto que en otros tiempos. Entonces el cine ya había llegado para redefinir las posibilidades de representación y hacer al teatro cuestionarse sobre sus motivos y medios. Faltaba aún el auge del internet, la tercera revolución industrial que abría la era de la digitalización y un cambio en la forma de concebir las relaciones humanas que inevitablemente obligaría a repensar el arte; sobre todo, un arte como el teatro, cuya naturaleza depende tanto del intercambio entre individuos.
Con tosquedad Brook se refería al teatro cuyo recurso es lo inmediato, “lo que está a la mano”, un teatro sin pretensión de crear grandes artificios. Si el teatro antiguo existía en relación con la magia y con lo ritual, el teatro al que se refería el director es un teatro sin truco, pues en un mundo en el que “apenas se necesita teatro y apenas se confía en sus laborantes” será preferible la franqueza, a riesgo de que la ilusión pueda ser interpretada como falsedad.
Cabría preguntarse en nuestra sociedad actual híper-conectada, cuál es el lugar de la ficción en el teatro y si lo sagrado está ahora más o menos muerto que antes. Si miramos las tendencias de lo que se considera hoy la vanguardia teatral, podremos ver que, en general, la dirección ha sido la misma, siendo la impronta de hacer teatro “sin tapujos” tan radicalizada, que algunos artistas escénicos ya no se preocupan necesariamente por caber en esa clasificación, siendo la expresión “artes vivas” cada vez más común para describir un grupo de creadores que transitan entre el teatro, la danza, la performance, las artes plásticas, la multimedia y lo documental.
La velocidad y el cambio, son, por cierto, un rasgo generacional consecuencia de la propia era digital, por lo cual no extraña que los nuevos artistas apuesten por la fluidez en lugar de las clasificaciones fijas. Si esto es positivo o negativo solamente el tiempo lo dirá, aunque si analizamos la historia del arte en general, nos daremos cuenta que más allá de lo bueno o lo malo, las corrientes artísticas son reflejos de su tiempo y viven y mueren según dicta la propia sociedad en la que existen.
Vivimos en una sociedad en la que “Dios ha muerto” y si esa frase se piensa con más frecuencia en relación a dilemas éticos y filosóficos, no podemos negar que la muerte de dios trae consigo también consecuencias para el arte. La crisis de lo sagrado en el teatro ciertamente tiene que ver con la incapacidad de pensar en una forma establecida de acceder a eso que hay más allá. Al teatro no le es tan fácil acceder verdaderamente a lo invisible porque se topa con un espectador – y posiblemente con un creador – cuyos antiguos métodos ya no le sirven y que, aunque no necesariamente descarta la existencia de eso otro que no puede ser entendido de manera racional, tampoco sabe muy bien cómo encontrarlo.
Durante mucho tiempo el teatro se sirvió de lo sagrado y del orden social hegemónico para asegurarse un público, en cambio, dice Brook, en la modernidad ya no se puede suponer que éste acudirá al teatro a agruparse devota y atentamente. La fe en el teatro no está garantizada y, por lo tanto, le toca al teatro ganarse la atención y devoción del público. ¿Cómo se gana esa atención en la década de 2020 en la que la mitad de las personas lidiamos con un déficit de atención casi permanente a raíz del exceso de estímulos? Quien pueda responder esa pregunta efectivamente habrá encontrado la gallina de los huevos de oro.
La estrategia a seguir en los tiempos actuales es incierta; mientras algunos trabajan con teatralidades expandidas que han decidido abandonar la ficción casi del todo, hay otras voces que insisten en que estos mundos imaginarios, aunque evidentemente “falsos”, pueden seguir siendo refugio ante una realidad que asfixia. Quien sabe, tal vez ambos caminos son posibles. En un mundo en el que las comunidades son tantas como las diferencias y afinidades posibles entre individuos, cabe a cada artista preguntarse a sí mismo, con toda sinceridad, sobre la pertinencia de su propio arte.