Transilvania solidaria: Lecciones de comunidad, sostenibilidad y economía circular

Opinión
/ 26 septiembre 2025

Marosvásárhely me enseñó que lo que nació de la carencia puede transformarse en capital social. Un pan regalado, un objeto compartido, un plato que no se tira: gestos simples que, sumados, construyen una comunidad más fuerte

Vivir en Marosvásárhely –Târgu Mureș en rumano– fue una experiencia que marcó mi vida. Estuve trece meses acompañado de mi hijo Leonardo, gracias a la invitación de una profesora húngara que había estado de intercambio en la Laguna. Ese tiempo fue decisivo para concluir mi tesis doctoral, pero lo más valioso estuvo fuera de lo académico: descubrí prácticas comunitarias que mostraban cómo la solidaridad y la colaboración pueden moldear una sociedad más humana.

La primera práctica que me sorprendió fue el cero desperdicio de alimentos. Lo que sobraba en casa se compartía entre vecinos, y los residuos orgánicos se entregaban a quienes pasaban a recogerlos para alimentar a su ganado. Así, prácticamente nada se desperdiciaba. Esa costumbre sencilla reforzaba la confianza entre familias y recordaba que los recursos tienen un valor más allá del consumo inmediato.

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La segunda práctica surgía de la vida en los edificios de apartamentos. Como los espacios eran reducidos, los objetos que no se usaban con frecuencia —una bicicleta, una herramienta, un horno eléctrico— se dejaban en las áreas comunes para que cualquiera pudiera aprovecharlos cuando lo necesitara. No era un sistema formal, sino un acuerdo tácito basado en la responsabilidad. De esa manera, se evitaban gastos innecesarios y se fortalecía la confianza en la comunidad.

La tercera práctica la observé en los mercados. El pan fresco del día tenía su precio normal; el del día anterior, un descuento; y el de dos días o más, se regalaba. Lo mismo ocurría con lácteos y otros productos perecederos. Así, las familias con menos recursos siempre podían acceder a los alimentos, ya fuera a un costo reducido o gratuitamente. Era una forma de asegurar que nada se desperdiciara y que nadie se quedara sin comida.

$!Palacio Administrativo en Marosvásárhely.

Lo fascinante era la naturalidad con la que todo esto sucedía. No eran programas de gobierno ni iniciativas de beneficencia: eran hábitos sociales. Probablemente nacieron en los tiempos difíciles de la dictadura comunista de Nicolae Ceaușescu, cuando la escasez y los inviernos severos obligaban a compartir para sobrevivir. Lo que comenzó como una estrategia de supervivencia se transformó, con el tiempo, en costumbres que fortalecieron la cohesión social.

Al mirar hacia atrás, pienso que esas prácticas anticipaban lo que hoy llamamos sostenibilidad o economía circular. Reducir desperdicios, compartir recursos y reciclar no era una moda, sino la forma cotidiana de vivir. Sin embargo, me pregunto cuánto de esa memoria habrá resistido frente al consumismo global, que también alcanzó a Europa del Este. Ojalá que aún sobreviva, porque esos hábitos son recordatorios poderosos de que otra manera de organizar la vida social sí es posible.

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Como coahuilense adoptado, esas experiencias me hicieron reflexionar. En nuestra región, donde a menudo predomina la lógica individualista, conviene recordar que la solidaridad no es sólo un valor abstracto: genera beneficios concretos. Menos basura, más ahorro, mayor apoyo mutuo. Y aunque no podemos trasladar mecánicamente lo que sucede en otros contextos, sí podemos inspirarnos en esas prácticas para fortalecer nuestra convivencia.

Marosvásárhely me enseñó que lo que nació de la carencia puede transformarse en capital social. Un pan regalado, un objeto compartido, un plato que no se tira: gestos simples que, sumados, construyen una comunidad más fuerte. Es una lección que vale tanto en Transilvania como en Coahuila.

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