Tú fuiste la primera
Otros tiempos se vivían, digo. Saltillo era ciudad muy pequeñita y, por tanto, su alcalde tenía tiempo para todo
Eran otros tiempos. Todos los tiempos son otros tiempos. Ya lo decía Manrique:
“...Pues si vemos lo presente,
cómo en un punto se es ido y acabado,
si juzgamos sabiamente
daremos lo no venido por pasado...”.
Explicación mejor del tiempo no se podría hallar ni teniendo mucho tiempo.
Otros tiempos se vivían, digo. Saltillo era ciudad muy pequeñita y, por tanto, su alcalde tenía tiempo para todo. Uno de sus deberes consistía en acudir diariamente, muy temprano, a la cárcel municipal a ver quiénes habían caído ahí en el curso de la noche y juzgar sus casos en forma personal, como hacía Sancho en su ínsula.
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Llegó aquella mañana el munícipe y se enteró de que no había más detenido que el borrachín del pueblo, asiduo parroquiano de la ergástula.
-¿Otra vez aquí, Juanillo? −le preguntó.
-Señor −respondió con tartajosa voz el temulento−. No soy hombre de costumbres veleidosas.
-Loable es tu constancia, pero tendrás que hacer fajina cuatro días, y pagar un peso de multa.
Decir “fajina” era lo mismo que decir “faena”. Así se llamaba a la cuerda de presos que salía todas las mañanas a barrer las calles de la ciudad. Ese castigo era penosa pena correctiva para los reos menores, pues los exponía al ludibrio general, y además la municipalidad se ahorraba el costo de la limpieza pública. Entonces no había Comisión de Derechos Humanos, y se podían hacer cosas que ahora ya no es posible hacer.
-Lo de la fajina pase −respondió el borrachín tras escuchar la expedita sentencia del alcalde−. No es la primera vez que la hago, ni la última seguramente que la haré. Pero el peso para pagar la multa, ¿de dónde lo saco, señor alcalde? No tengo ni un tostón. Y si lo tuviera me lo gastaría en curarme esta cruda que me está matando.
-Sal de aquí−dictaminó el alcalde− y pídele el peso al primer pendejo que te halles.
-¿O pendeja? −inquirió el reo.
-Lo que sea −concedió el alcalde−. Pendejo o pendeja, da lo mismo. Hay sobrada cantidad de unos y de otras. Pero deberás pagar la multa.
Salió apresuradamente el ebrio. Para sorpresa de todos volvió poco después. Muy orondo puso en manos del alcalde el peso de la multa. Gratamente sorprendido por el pronto pago, el alcalde le condonó al borracho los cuatro días de fajina, y además le regaló 20 centavos para que se curara la cruda que lo atormentaba. Y es que el señor alcalde sabía también de esas penalidades.
El resto de la mañana transcurrió sin novedad. A mediodía el jefe de la comuna fue a su casa a comer y dormir la siesta, como hacía todas las tardes. Su esposa lo recibió con una pregunta:
-¿Para qué querías el peso que me mandaste pedir con Juanillo?
El alcalde alzó los ojos al cielo, suspiró profundamente y luego dio salida a estas palabras llenas de cristianísima resignación:
-¡Bendito sea Dios, mujer! ¡Tú fuiste la primera pendeja que el cabrón se halló!