Un hombre más. Un hombre menos
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Este hombre de Saltillo tiene una pasión: el ajedrez. Pasión voraz es la de los trebejos, que así se llaman las piezas de ese arduo juego. Quien aprende ajedrez a él se aficiona; quien se aficiona al ajedrez, de él se apasiona; quien se apasiona del ajedrez todo lo deja por su atracción voraz.
¿Cuántos ajedrecistas se habrán vuelto locos? Ponga usted uno en la primera casilla del tablero; dos en la segunda; cuatro en la tercera; ocho en la cuarta, y así sucesivamente, doblando el número, hasta llegar a la 64. Pues bien: la cifra de los ajedrecistas que se han vuelto locos ni siquiera habrá empezado cuando se multipliquen las locuras en ese último escaque.
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Mencionemos sólo a un ajedrecista entre los incontables que han perdido la razón. Es mexicano; se llama Carlos Torre Repetto. Yucateco, es el más grande ajedrecista que en México ha nacido. Jugó con los más grandes maestros de su tiempo, y los venció. Es autor de una combinación genial que los expertos llamaron “la lanzadera”, con la cual tejía una serie de movimientos que desconcertaban a sus rivales y los llevaban indefectiblemente a la derrota.
Pues bien: Carlos Torre llegó loco al final de su vida. Silencioso, perdía la vista en un espacio que sólo él podía ver. A lo mejor miraba el tablero ante el cual pasó la vida, e imaginaba nuevas jugadas inéditas e irresistibles.
Pero volvamos a este hombre de Saltillo. Tiene −lo dije ya− la pasión del ajedrez. Nada la importa aparte de él. Lo juega en la Sociedad Manuel Acuña, único sitio donde puede encontrar otros aficionados a ese juego. Estamos en los años cincuenta del pasado siglo. Por las mañanas el ajedrecista da clases en una escuela preparatoria. Sus clases son muy malas, porque él está pensando siempre en el ajedrez. Le da vueltas en el pensamiento a la última partida, la de ayer; quiere saber por qué la perdió. Repasa en la memoria las jugadas; busca encontrar aquélla donde se equivocó. ¿En qué momento cometió el fatal error que lo condujo al vencimiento? Un alumno le hace una pregunta. Nosotros lo escuchamos, él no. Ni siquiera lo sacan de su abstracción las risas burlonas de los estudiantes, que lo llaman “El orate”.
Cuando termina de dar sus clases −esas clases que imparte contra su voluntad, sólo para ganar la vida− se va casi corriendo a la Sociedad Acuña. Es la hora del mediodía. No están ahí sus compañeros de ajedrez, esos a quienes ama y odia al mismo tiempo. Los ama porque juega con ellos; los odia porque con ellos juega. En ocasiones los vence, y siente entonces un gozo pérfido, una insana alegría, una soberbia prepotente y ruin. En ocasiones ellos lo vencen, y entonces pasa días, y aun semanas, poseído por un abatimiento que hace sufrir a su madre y la llena de angustia.
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No llegan todavía sus compañeros de juego. Llegarán a eso de las 4 de la tarde; después de la comida y la obligada siesta saltillera. Él no va a su casa a comer. Pide un tablero y empieza a hacer jugadas solitarias. Quiere inventar un nuevo gambito, letal, sin ninguna posible escapatoria. O si no, se aplica a estudiar un final de peones. Tiene un libro que siempre trae consigo, escrito por un ajedrecista mexicano, el señor Velázquez. Ahí viene una multitud de problemas con mate en dos jugadas, o en tres. Se aplica él a resolver esos problemas; no lo distraen de su tarea las risas, los gritos y las discusiones de quienes juegan billar en el salón de junto.
(Seguirá).